el negocio de la tele está regido implacablemente por el rugido autoritario de la audiencia, que marca la pervivencia o desaparición de cada programa en la pequeña pantalla y hace de la vida de los televisivos programas hojas caducas que van y vienen en la endeble existencia de series, concursos, programas de talento o realities de quita y pon.
La presencia absorbente de la tele en nuestras vidas ha alimentado el dominio de un monstruo numérico que llamamos audiencia y sus fuentes alimentadoras de resultados, que son los audímetros, poderosos instrumentos que gracias a procesos digitales nos dicen cuántos nos vieron ayer, de qué género, poder adquisitivo y nivel social y otras zarandajas cuantitativas y cualitativas que nos descubren el perfil de los televidentes para mayor honor y gloria del masivo consumo de tele, mecanismo base que nos permite asegurar ingresos millonarios para alimentar los caudales generosos de los reclamos comerciales cobrados y abonados por firmas anunciantes que se constituyen en la base del esquema económico televisivo.
Y por ello asistimos a saltos, peripecias y desapariciones de programas que no alcanzan la media del share de cada cadena, cifra que se convierte en espada sarracena que cercena la vida de los programas casi non natos en numerosas ocasiones. No hay tiempo para contemplaciones o paños calientes, la audiencia manda que es una barbaridad y los programadores de la tele no se andan con chiquitas, sobre todo los de financiación privada.
Las cadenas de gestión y titularidad pública no atienden de forma inexorable a este mecanismo de quita y pon en la vida de un programa. Son menos mecanicistas que los de la privada a la hora de permitir que un programa mantenga su presencia más allá de audiencia contenida, y maneja criterios más ideológicos que económicos en la complicada vida de la parrilla. En cualquier caso, a vueltas con la audiencia.