los poderes fácticos españoles han sido partidarios, desde antiguo, de los escarmientos colectivos, de las plazas públicas como decorados propios para el castigo y hasta para la sentencia de hoguera. Esta propensión inquisitorial al correctivo en grupo fue expresada abiertamente hace ya décadas por el capitán Antonio Troncoso de Castro, magistrado ponente de numerosos juicios sumarísimos contra vascos acusados de pertenencia a ETA casi en la prehistoria de la organización armada, quien a caballo de los 60 y los 70 anunciaba en sus alegatos una especie de "juicio final" a ETA en una plaza de toros. Se supone que se imaginaría al montón de acusados en el ruedo, humillados, vencidos y sometidos al castigo entre ovaciones del público y vuelta al ruedo del juez militar. No lo logró el capitán ponente, pero ahí estuvo presente, en el consejo de guerra también colectivo de Burgos en 1970, ejerciendo de inquisidor.
A través de nuestra historia reciente podemos comprobar que han intentado que los vascos nos acostumbremos a estas puestas en escena grupales, a los juicios multitudinarios e interminables que unas veces acaban en nada y otras se ceban en los encausados, dependiendo de los intereses políticos o coyunturales. Pero no nos hemos acostumbrado, ni mucho menos, al disparate de estos macrojuicios que habitualmente vienen precedidos de macrooperaciones policiales que provocan el sobresalto y el rechazo social. Y no nos acostumbramos, porque esos procesos masivos afectan con demasiada frecuencia no a militantes de ETA propiamente dichos sino a personas de conocida y pública dedicación política, o cultural, o meramente solidaria.
En estos últimos años han pasado por la Audiencia Nacional, o por estancias habilitadas al efecto para bancadas infinitas de acusados, los 23 miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna, los directivos del diario Egin, los del Egunkaria, los 64 dirigentes de la izquierda abertzale implicados en el sumario 18/98, los 36 inculpados por las herriko tabernas, los 40 jóvenes acusados de pertenencia a Segi -o a Jarrai, o a Haika, que con cualquiera de sus denominaciones han sido perseguidos- o los 18 detenidos en la redada contra Herrira, que quedan a la espera.
Todos esos juicios con acusados en serie han tenido desenlaces dispares, incluso la absolución o el archivo, pero en todos ellos han coincidido circunstancias particularmente penosas, crueles, que comenzaban de madrugada con estremecedoras operaciones policiales, detenciones incomunicadas, prisiones preventivas prolongadas, denuncias de torturas y malos tratos, engorrosas medidas judiciales cautelares y un desaforado descrédito mediático personal.
Estos macrojuicios, todos ellos, han tenido también la particularidad de celebrarse muchos años después de haberse iniciado los sumarios, con lo que ello supone de aberración jurídica. Igualmente, por tratarse de procesos con numerosos acusados, las sesiones han sido interminables e intermitentes, perturbando notablemente la vida laboral y familiar de los encausados, obligados al coste añadido de desplazamientos y estancias.
La peculiar dilación, prolongación e intermitencia de esos juicios ha hecho que para buena parte de la sociedad vasca pasasen desapercibidos y sólo tras conocerse las sentencias podía percibirse una cierta conmoción.
Queda visto para sentencia el juicio a Segi y a punto el de las herriko tabernas. Asistimos, pues, a la herencia de un pasado superado social y políticamente pero no judicialmente, como si la Inquisición campase en irracional anacronismo blandiendo el azote del castigo. Entre siete y nueve años para los de Segi y entre ocho y doce para los del juicio por las herriko son las condenas que pide el fiscal. Penas desmesuradas, basadas en un Código Penal repetidamente modificado en dureza a golpe de alarma social provocada de manera artificial por intereses electorales.
Hay demasiados interesados en que sigamos sumergidos en este túnel del tiempo, en este limbo del olvido del que sólo se sale tras el trágico despertar por un joven muerto en una celda a mil kilómetros de su familia. Estremece comprobar el escaso recuerdo que la sociedad vasca pudiera tener de Arkaitz Bellón, preso natural de Elorrio, fallecido en el penal del Puerto de Santa María. De él se conocían las sucesivas denuncias interpuestas por malos tratos sufridos en las cárceles de Sevilla y Algeciras. Poco más. Bueno, sí, un detalle ilustrativo: llevaba en la cárcel desde el año 2000, hace ya catorce años, acusado de haber quemado un autobús urbano.