T ranscurría el programa Sálvame el pasado viernes por una apacible senda, cosa poco habitual entre los exaltados e histéricos miembros del tandem Jorge Javier-Paz Padilla, cuando se armó el belén, sobrevino un tsunami en el plató que acabó con la colaboradora Karmele Marchante en el cuarto de socorro con un esguince leve pero que en la narración de la tarde se convirtió en gran tema a interpretar por la banda del cucú, bien pagados payasos de la fábrica de disparates. El banal incidente de Marchante sirvió para desarrollar un seguimiento de cámaras tras los protagonistas voluntarios e involuntarios del lance que los realizadores de Sálvame convirtieron en materia argumental para varios días y que en el día de marras acabaron superando el histrionismo más lacerante cuando la cómica Padilla, metida a presentadora de lujo recogió la bota que cubría el accidentado pie de Karmele y acunándola como bebé de escasos meses, mecía la bota en sus brazos, mientras le daba biberón en una escena alocada, desorbitada, cargada de absurdas carcajadas del séquito cotilleril que sobrepasaba todos los límites del respeto debido a las personas, aunque se presten al loco juego de construir cuatro horas de diversión en un plató de ochocientos metros cuadrados. El reírse del mal ajeno, el mofarse de las conductas de una persona, el hacer del árbol caído material incendiario para lo grotesco e insustancial es un ejercicio televisivo que roza responsabilidades del código penal. No tienen límite, prostituyen todo lo que tocan: supuestas infidelidades de un marido atribulado, pringoso asunto de tonadillera y periodista del cuore, desgracia de una colaboradora, todo pasa a la batidora del director que maneja los hilos de estos muñecos de trapo que amenizan las tardes de la cadena del gran maestro paulino.