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Avisos

ESta vez ni siquiera ha habido que discutir si fueron en verdad un millón y medio los manifestantes, o fueron seiscientos mil. Todos, de un lado y de otro, han considerado que fueron muchos, muchísimos, los catalanes que se echaron el pasado martes a la calle en reivindicación de la independencia. Eran más, muchos más, y con más convicción que los que atascaron el centro de Madrid celebrando los triunfos de La Roja. Podemos imaginarnos el escalofrío que habrá recorrido el espinazo de la catalanofobia rampante que enciende el discurso de tanto político jacobino y el veneno que babearon, babean y aún babearán las ondas y las columnas de la carcundia mediática.

La manifestación de la Diada ha sido un serio aviso a Madrid, un aviso que anuncia hastío profundo, cansancio histórico de tanto soportar un insultante desfase entre lo contribuido y lo recibido. Los cientos de miles de manifestantes que colapsaron Barcelona expresaron sin violencia ni provocación un sentimiento soberanista acrecentado en los últimos años a golpe de agravio centralista que en la gestión de la crisis ha llevado a Catalunya casi a la bancarrota, que ha pasado el rodillo del Tribunal Constitucional desbaratando un Estatut que contaba con un consenso absolutamente mayoritario, una Administración central que consume en subvenciones ajenas los 16.500 millones de euros que suma la deuda del Estado a los catalanes.

El músculo independentista exhibido el martes ha dejado aturdidos a los dirigentes de los dos grandes partidos españoles, los mismos que a falta de perspectiva política para resolver el afán de autogobierno de Euskadi y Catalunya pactaron el café para todos. Ha sido un serio aviso avalado por una voluntad multitudinaria, un aviso de que la conciencia soberanista va a más y de que es necesario pactar otra solución que debe pasar en principio por la gestión de los recursos propios.

Quien ha tomado buena nota del aviso ha sido Artur Mas, president de la Generalitat, que convencido de que "no se puede detener el proceso a una transición nacional" se ha comprometido a impulsar la creación de unas estructuras de Estado para Catalunya. Compromiso que habrá aumentado el estado de estupefacción en el que la Diada ha sumido al centralismo rancio del PP, al que crecen los enanos comprobada su incapacidad para poner freno a esta crisis galopante.

Puestos a avisar, no quiso quedarse callado el portavoz de la Comisión Europea, Oliver Bailly, que ha echado mano de la doctrina cicatera de que nadie se mueva para que nada cambie, advirtiendo que una hipotética secesión de Catalunya implicaría quedar fuera de la Unión Europea. Claro que, después de tirar la piedra escondió la mano emplazando al Estado español a debatir una cuestión que calificó de "doméstica". Esa especie de amenaza apocalíptica es el tópico que agitan los más eximios jacobinos y sus acólitos mediáticos, un desafiante aviso a navegantes del que no se conoce base jurídica ni política. Por ello, es más que pertinente la consulta promovida en Estrasburgo por la europarlamentaria del PNV Izaskun Bilbao para que se compruebe en qué apartado del tratado de la Unión se basa la mítica amenaza que impide a las naciones sin Estado permanecer en el seno de la UE en caso de secesión.

Y en el colmo de la amenaza, más que aviso, la histriónica chulería del tal teniente coronel de Infantería Francisco Alamán Castro, advirtiendo que eso de la independencia de Catalunya sólo será por encima de su cadáver. Y ya puesto, se engalla, y apela al ordenamiento constitucional y al deber del Ejército español: "Aunque el león parezca dormido, que no provoquen demasiado al león, porque ya ha dado pruebas sobradas de su ferocidad a lo largo de los siglos". Ahí queda eso.

La apuesta multitudinaria hacia la independencia expresada por los catalanes es una prueba de que la voluntad actual de esa ciudadanía ha superado ya el mero hecho histórico-cultural y está ejercitando su derecho a la autodeterminación. No se trata ya de que una mayoría de catalanes se consideren pertenecientes a un pueblo como realidad histórica y cultural coherente, sino que ha dado el paso adelante de asumir que el problema nacional de Catalunya depende de ellos. Centenares de miles de ciudadanos catalanes se han constituido en colectivo de individuos con sentimientos y planteamientos diferentes, que en este momento histórico expresan su derecho a decidir. Hay que extender la convicción de que la solución del problema nacional -catalán o vasco- depende de que los ciudadanos que participan de una realidad histórica-cultural común se propongan ejercitar libremente su derecho a decidir, y para ello es necesario sumar y aunar voluntades para demandarlo. El millón y medio, o los que fueran, que reivindicaron la independencia en la Diada, son el camino.