No es habitual que en el pleno de política general el lehendakari dedique una parte importante de su intervención a una enfermedad en particular, con medidas concretas además, algunas de las cuales se van a poner en marcha enseguida. Durante años, los afectados por la enfermedad mental y sus familiares han lidiado con ella entre la incomprensión social y la escasez de recursos, con el agravante del estigma que desde siempre ha acompañado a esta dolencia y, por extensión, a los enfermos. Que la salud mental haya sido destacada protagonista en una sesión plenaria como la del jueves es señal de la dimensión que ha alcanzado el problema, en niveles de epidemia. Basta un dato para hacernos una idea de la gravedad del fenómeno. Una de cada tres consultas que se realizan en la Atención Primaria de nuestro sistema público de salud está relacionada con el bienestar emocional. O sería más apropiado decir malestar emocional. La paradoja es que la explosión de este malestar, que afloró en buena medida durante la pandemia, está ocurriendo en la época en la que disfrutamos de un nivel de vida sin parangón, a la altura de los países más avanzados. Siempre se ha dicho que el dinero no da la felicidad, pero que ayuda. Pues va a ser que no. Aunque estaría bien saber cómo lo ven en aquellos lugares en los que la vida es una lucha diaria por la subsistencia. Es posible que la salud mental esté en el estómago.