buena parte de las dificultades para la convivencia política en Euskadi procede de las diferentes identificaciones nacionales, con todos sus matices y modos de sentir la identidad. En términos de convivencia, este conflicto no se ha traducido, afortunadamente, en la configuración de dos comunidades enfrentadas. El llamado choque de identidades se vive de forma más tensa y dramática a nivel de las elites políticas y de los medios de opinión. En el conjunto de la sociedad, sin dejar de reconocer la existencia y la importancia de estas diferencias, las cosas se viven con más naturalidad y con menos dramatismo. En cualquier caso, nada de esto quiere decir que no haya déficits de integración en nuestra sociedad. Los hay y, en algún caso, además, se trata de déficits profundos que afectan directamente a la convivencia. Hay una importante fragmentación, con grupos encerrados en sí mismos y sin relación entre ellos o al menos con relaciones muy crispadas. Somos diversos, aceptamos la diversidad, pero en nuestra sociedad vasca hay muchas personas que conciben la diversidad como una anomalía provocadora de problemas más que como valor enriquecedor y positivo.
¿De qué manera deberíamos vivir nuestras identidades y nuestras identificaciones para que no se resienta la convivencia en la sociedad vasca? Fundamentalmente, con conciencia de que nuestros sentimientos de pertenencia son valores a preservar de carácter no absoluto. La identidad debería ser plenamente compatible con el valor del encuentro y, al mismo tiempo, impedir la absolutización de lo colectivo, ya que los derechos de las naciones no se construyen contra los derechos de las personas.
La convivencia en la sociedad vasca requiere que seamos capaces de formular y compartir una identidad vasca capaz de integrar la pluralidad de sentimientos de pertenencia e identificaciones que coexisten en esta sociedad compleja, y que sintamos y compartamos esa identidad plural sin que nadie tengamos que renunciar a nuestros elementos identificadores. Una identidad plural que se asentara en el sentimiento de pertenencia a una comunidad o colectividad (la vasca) que asume y preserva sus elementos singulares y específicos como factores que fortalecen la convivencia de la comunidad y constituyen una aportación propia a la humanidad.
La identidad de las naciones es más fuerte cuanto más apueste por ser abierta, integradora y respetuosa con sus diferencias interiores. Euskal Herria constituye una realidad cultural antigua, diferenciada y profunda. Por diversos avatares históricos, entre los que no faltan ni la imposición exterior ni nuestra falta de acuerdo, tiene una articulación muy débil. Pero una voluntad nacional solo es indiscutible cuando ha sido asumida por su ciudadanía. Una identidad colectiva ha de construirse más allá de lo puramente cultural y de una manera política y democráticamente explícita.
La realidad de la nación vasca se visualiza más como identificación libre y voluntaria que como identidad que nos atara a un pasado inamovible. Esto es especialmente válido a la hora de pensar la articulación con otros ámbitos de decisión como Navarra e Iparralde. Una nación cívica debe basar su fuerza en una concepción inclusiva de la identidad, como sociedad de ciudadanos, que valora su pluralismo interno y su complejidad social. Ese es el camino a recorrer entre todos.