Hace una semana larga que se celebró la edición 56ª del afamado, denostado, maltratado festival de música de Europa, Eurovisión. Se dice pronto el número pero no lo que ha representado y representa en la historia de UER, entidad que ampara y protege los fastos de este concurso-carrera, donde lo más importante no es ganar, sino participar por lo que supone de escaparate millonario de audiencia. Numerosos artistas consagrados han pasado por el más familiar de los concursos, donde la emoción está en las votaciones. José Luis Uribarri es un viejo periodista retirado que se convirtió por su trabajo en el máximo especialista en el asunto, siendo presentador para TVE de innumerables ediciones, convirtiéndose en un clásico a caballo entre la dignidad y la cutrez en un evento musical que ha subido y bajado en calidad e interés muchas veces en su existencia. En la última edición en la que Spain rozó el ridículo más espantoso con Lucía, la gran novedad de la noche estuvo en la presencia sonora de José María Iñigo, que a sus 70 años se atrevió a suceder a otro jubilado de la casa. Anduvo el ribero-bilbaino naufragando toda la noche sin saber si iba o venía, ingenuo e infantil en los comentarios y con prisas de marcharse y dejar el micro desde que comenzó la espectacular gala alemana de luz y efectos digitales desbordantes. Un relevo fatal para Iñigo, que debe de estar preguntándose qué maligno ejecutivo le enrolló para meterse en la cabina de Düsseldorf y pasar a la pequeña historia de Eurovisión como el locutor que remató la noche con la significativa frase, pillada por un micrófono abierto, de "yo me voy" cuando aún no había finalizado el sarao y parecía querer escaparse de la quema. En el mundo de la comunicación los relevos de las figuras son complicados y más si no se encaran con valentía y entrega. En cualquier caso, Iñigo, ¡que te quiten lo bailao!
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