Tengo unas cajas de zapatos en las que no sé muy bien por qué guardo un montón de tonterías: entradas, cartas, mecheros, cajetillas raras de cigarros y decenas de zaborras varias. A ver si las quemo algún día. Hace mucho que no las abro para mirar qué hay dentro, solo para seguir echando cosas, pero sé que están ahí. Es una carta que me envió José María Ruiz Mateos hará lo menos 18 años. Bueno, a mí y a cualquiera que lo entrevistara aunque fuera -como en mi caso- a todo correr en el descanso de un partido de fútbol. La carta tenía un texto general y Ruiz Mateos le añadía de su puño y letra las dos primeras frases y la firma. La guardo porque hay que guardar cualquier cosa que te envíe alguien que al menos una vez en la vida le haya dao una hostia a Boyer. Y también porque a mi padre le hacía mucha gracia imaginarse al pájaro en cuestión con el bolígrafo, encorvado sobre un escritorio, firmando cientos de cartas para cientos de periodistas que le entrevistarían cuando viajaba por los campos con el Rayo Vallecano. A mí, en cambio, aquella carta me produjo una cierta sensación de pena. El papel era como una especie de pergamino de librería de viejo de la Viena de los años 20 y rezumaba tanta cordialidad y un intento tan claro de ir lavando una imagen presidida por la citada hostia y sus disfraces varios que en el fondo lo que transmitía era desesperación, no tengo ni idea de si bien ganada a pulso o no. O eso me pareció a mí. También recuerdo que su rostro era como de cera y que los dientes parecían recién comprados en unos grandes almacenes junto con una caja de rulos y unos pantys de diez usos. Verle otra vez, con casi 80 años, pasando por un trance similar y aún más recauchutao, no hace sino confirmar que algunas cruces no se quitan así pasen mil vidas.
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