Aquellos de ustedes que tengan memoria sonora recordarán a Billy Ray Cyrus, posiblemente lo peor que le pasó a la música en los 90, muy cerca de Michael Bolton, Alejandro Sanz, Ricky Martin o Celine Dion. Cyrus, un hortera con cartera, dicen que acercó el country a la gente, como si el country de Cash, Haggard, Jennings, Nelson o Kristofferson -por citar sólo unos pocos- estuviese en la Luna, pero en realidad lo único que logró fue despojarlo de todo lo que tenía de real y convertirlo en un envase más para meter en la cesta junto con los tampones, las cuchillas de afeitar y un paquete de seis latas de Sprite. No contento con martillearnos los oídos en todas las radios del país -de éste, no sólo en Austin, Texas-, Billy Ray perpetró otro atentando contra el buen gusto y la salud auditiva poniendo a su hija a ojos de todo el planeta. La petarda de Miley Cyrus -o Hannah Montana, que tiene varios nombres, como las actrices porno y los ex comunistas- nos aberra ahora tanto en radio como en televisión como en prensa con sus canciones infames y sus batallas de carpeta llena de fotografías del Super Pop. Esto en los 80 también pasaba, pero Leif Garret, Nikka Costa y demás veneno no superaron la barrera que siempre se había establecido para separar el arte de Keith Moon del de tiparracas y tiparracos como los que hay ahora, léase los Tokio Hotel o esas bandas de mocordos cuyos nombres mi cerebro afortunadamente no fija. La otra tarde, en el telediario de TVE, dieron una información sobre la niña ésta y nos endilgaron un minuto de su última canción. Poco después, una enviada especial del ente público dijo, textualmente, justo ahí se apareció la Virgen a los niños de Fátima. Ni dicen que, ni cuentan que, ahí se apareció y punto. Ya sería Hannah Montana. O su padre.
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