Un rey que se ve en el futuro más o menos cercano como rey emérito tiene la obligación primordial de no caer en las aguas cenagosas de la codicia. No debe aceptar los regalos del cuate poderoso. No necesita de su benevolencia, mucho menos de su caridad; ni siquiera necesita de las complicidades de una relación interpares que une el poder político y el poder económico. Tampoco debe aceptar regalos millonarios del jeque de turno. Más bien debe procurar no desasosegar a la Familia Real entrante; y no provocar seísmos en una institución que preside la persona de su propio hijo arrastrando a la opinión pública a una condena unánime respecto a unos actos repetitivos, desacertados e incomprensibles que ya analiza la Justicia. Si la proyección de la culpa tiene un carácter incontrolable, ¿hacia dónde, hacia quién intentará proyectar la culpa el rey emérito alejándola fuera de sí? ¿Hacia qué circunstancias? ¿Quizás hacia una infancia en la que experimentó escaseces económicas a su alrededor? Hay dos cosas que son infinitas, nos dicen, el universo y la estupidez humana. Sobre el universo es cierto que no estamos tan seguros.