Arriesgando sus vidas, los refugiados, igual que haríamos nosotros, huyen del horror. Al llegar a otro país, son confinados a subsistir en un infierno, que llamamos campamentos porque nos avergüenza llamarlos guetos. Sin poder salir y sin trabajo, consumen la jornada en una inútil espera que les devuelva la ilusión de vivir. Pequeñas mafias, violencia, comida aborrecible, frío, lluvia, barro, calor, sol o polvo, realidades deplorables, son el pan de cada día. ¿Y qué decir de los niños? Angustia ver sus enormes ojos tristes en sus caritas de sonrisas borradas. Para llorar sin consuelo.En la era de la frivolidad, observar el Mediterráneo convertido en fosa común o a los refugiados cautivos en un eterno limbo -donde su larga espera se torna desesperada amargura- purgando el infame pecado de buscar un mejor futuro para sus familias, parece no angustiarnos. Como en el Holocausto, unos pocos altruistas ayudan arriesgándose a ser multados o detenidos. Sin duda, los refugiados son los nuevos apestados del siglo XXI. Lo que acontece a diario, degradante trato a seres humanos, es deshonra para el resto del planeta.