Hace unos años me encontré en Galarreta con un joven baserritarra que había estado días atrás en Madrid en una manifestación de agricultores y ganaderos. Me comentó que también había acudido a otra de cazadores, aunque creo recordar que esta se celebró en Donostia. Fue una charla interesante. Le pregunté si no temía que todo ello fuera capitalizado por el facherío, pero me contestó que no, que él tenía muy clara su ideología. Dicho lo cual, me añadió que estaban ya hartos de que desde cierta izquierda les sermonearan sobre lo nocivas que eran sus vacas, les reprocharan que abatieran los jabalíes que destrozan sus tierras, les reprendieran por tener pinares gracias a los cuales se han mantenido en pie muchísimos caseríos vascos. El listado del desahogo fue más largo, pero dejémoslo así.

Ciertamente, esta actitud, tachada por ciertos pensadores como neopuritana, no se circunscribe al agro. Y es precisamente otro sector de la izquierda el que advierte sobre de sus efectos perversos. Tres botones de muestra de estos últimos días: una actriz reclamando la abolición que de la familia tradicional, reivindicando que se rompa con ese esquema, exclamando que ¡ya está bien! Otro sedicente pensador aseverando con altivez seudointelectual que las bibliotecas privadas son una aberración, un fetichismo estúpido. Por último, una conocida feminista y humorista vasca mostrando su preocupación sobre el look “clean girl” y “opusiano” de las jóvenes guipuzcoanas, y haciendo votos porque solo sea cuestión de moda y no síntoma de un retroceso del feminismo.

No sabe uno si debe pedir ya permiso para comer una chuleta, para comprar libros o para cumplir con la tradición de regalar el karapaixo a su ahijado durante la cuaresma. Mientras nos aclaramos, nos preguntamos por qué sube la extrema derecha. La respuesta resulta compleja, pero podríamos empezar por fijar la mirada en las cuestiones con las que nos aleccionan constantemente los nuevos regañones, tratando de coartar nuestra libertad.