Sucedió hace 23 años, nos estamos haciendo viejos. En una gresca parlamentaria que mantuve en Gasteiz con Carlos Urquijo, este me exigió que retirara unas palabras que le parecieron intolerables. Ante mi negativa a hacerlo, le solicitó al presidente Juan Mari Atutxa que las eliminara del Diario de Sesiones, cuestión a la que no accedió. El de Laudio dio entonces solemnemente por terminada nuestra relación, cuestión extraña, porque tal relación era inexistente. Tras el pleno, charlamos distendidamente algunos políticos y periodistas sobre la pertinencia o no de borrar palabras pronunciadas en sede parlamentaria, por muy ofensivas que estas resulten.

La discusión no tiene fin. Ayer mismo, la presidenta del Congreso de los Diputados, Francina Armengol, retiró unas acusaciones de Ione Belarra dirigidas a ciertos periodistas a los que llamó mentirosos, conspiradores y corruptos. Más atrás en el tiempo, el Tribunal Constitucional rechazó un recurso de Cayetana Álvarez de Toledo, que pedía que no se retirasen sus palabras sobre Pablo Iglesias, de quien dijo desde la tribuna que era hijo de un terrorista. Como las trifulcas en las Cortes españolas siguen en aumento, las exigencias de borrado lo hacen también de manera exponencial.

Tengo para mí que cada persona es dueña de sus palabras y corresponde solo a quien las dice matizarlas o rectificarlas. O pedir perdón por el calentón. Pero resulta, además, que este teatrillo con dosis de moralina que se monta en torno a la cuestión no tiene razón de ser. El motivo: según el propio reglamento del Congreso, el Diario de Sesiones debe reproducir todas las intervenciones en su integridad. ¿Entonces? Cuando la Presidencia ordena que no consten palabras ofensivas, en realidad manda que se señale con una nota al pie escrita en cursiva y localizada a través de un asterisco, que la palabra o la expresión ha sido retirada. Es extraño: nada desaparece, se retira algo sin retirarlo. Inmensa tontería.