A mediados de esta semana se conocía la triste noticia del fallecimiento en el Manaslu de la montañera y esquiadora estadounidense Hilaree Nelson, de 49 años. Nelson hizo cima con su compañero y pareja Jim Morrison y, al poco de comenzar a bajar con los esquís, una avalancha se la llevó por la vía sur abajo y falleció. Su cuerpo fue localizado y llevado al campamento base, desde donde será fletado a los Estados Unidos. Nelson tenía dos hijos, de 15 y 13 años, de una relación anterior. Como es habitual en casos así –madre fallecida en accidente de ocio aventurero– en los foros y webs surgen las voces que critican cuando menos la alegría con la que mujeres de toda clase y condición escalan picos peligrosos dejando hijos e hijas en casa. Huelga decir que cuando quienes mueren en montaña son hombres, con hijos e hijas que se quedan en casa –los malogrados en el K2 Snorri y Mohr, por ejemplo, tenían seis y tres hijos, respectivamente–, las críticas, existiendo, son muchas menos y de menor intensidad. Hay una cultura instalada de que la madre es más osada que el padre si se va a la montaña, más despreocupada, menos madre de lo que los libros de texto nos indican: una madre no se pone en peligro. Por suerte, esta tendencia social, que persiste, es mucho menor que hace 30 o 25 años, cuando casos como los de la fantástica escaladora Alison Hargreaves, que falleció en 1995 en el K2 siendo madre –su hijo, Tom Ballard, murió en 2019 en el Nanga Parbat– sí que crearon una auténtico acoso a la decisión de las mujeres himalayistas. Hoy en día, el porcentaje de mujeres que intenta subir ochomiles, aún siendo todavía bajo respecto a los hombres, es digno y en números totales es alto, con lo cual siempre hay boletos para más desgracias como la sucedida esta semana en un Manaslu que en los últimos años se ha convertido en otro Everest, con casi 400 escaladores en sus faldas. Descanse en paz.