Con ocasión de los 46 años de la aprobación del Estatuto de Gernika, el lehendakari Imanol Pradales escribía un artículo que, bajo el título El hecho diferencial del Autogobierno vasco, al mismo tiempo que denunciaba el incumplimiento del Estatuto de Gernika, ponía en valor su condición de pacto político y reclamaba su actualización, a través de la adquisición de nuevas competencias, la recomposición de las vulneradas, el establecimiento de un modelo de bilateralidad efectiva y la fijación de un sistemas de garantías imparcial. La vía que sugería para adentrarse en ese camino era la de la Disposición Adicional Estatutaria.
En torno al Estatuto de Gernika han existido tres líneas políticas que se mantienen de manera permanente a lo largo del tiempo, aunque con claras edulcoraciones en alguna de ellas:
Por un lado nos encontramos con la que podemos definir, como la posición constitucionalista-unionista, para la que todo surge de la Constitución y nada existe al margen del texto constitucional. Para esta línea, el Estatuto es una Ley Orgánica, subordinada a la Constitución y sometida a la misma. Según los constitucionalistas, el Estatuto responde a una autonomía otorgada, que obtiene su legitimidad de la Carta Magna, de manera que, tanto la CAV como la CFN, son sujetos creados en el marco de la Constitución, de la que nacen. La Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conservan unos derechos anteriores a la Constitución, sino que es una norma del poder constituyente, que surge de un único sujeto político soberano: el pueblo español, y que se impone, con fuerza vinculante, a todos los ciudadanos del Estado, incluidos los vascos, en tanto no sea reformada. Esta línea se ha mantenido permanente a lo largo del tiempo, sustentada en la doctrina de un Tribunal Constitucional que, cada vez con mayor intensidad, ha redactado resoluciones más centralistas.
Por otro lado tenemos la línea rupturista-revolucionaria, para la que el Estatuto es la expresión jurídico-formal de una autonomía fracasada, al no reconocer el derecho de autodeterminación para el Pueblo Vasco y aceptar el fraccionamiento de la Euskal Herria peninsular, entre Nafarroa y el resto de los territorios vascos peninsulares. Esta línea ha realizado un cambio de estrategia que surge, fundamentalmente, a partir de la ponencia Abian y que ha encontrado su más reciente expresión en la ponencia base de Sortu, Herrigogoa. Para esta línea el Estatuto, es, estos momentos, un instrumento de lucha, dentro de su concepción clásica de que se lucha para negociar y se negocia para luchar. Se trata de deslegitimarlo poniendo de manifiesto sus insuficiencias y negociar un nuevo marco construido en torno a tres ejes: el reconocimiento nacional, la materialización jurídico-política del derecho a decidir y una relación de carácter confederal basada en la bilateralidad, asumiendo, de manera más estética que sustancial, parte del discurso del nacionalismo vasco, respecto a estos dos últimos conceptos que presenta como propios. Tanto Sortu como, más ampliamente EH Bildu, son plenamente conscientes de que el reconocimiento de la nación vasca, –de conseguirse y al margen del déficit de legitimidad que plantea esta petición–, va a ser más ornamental que real, apoyado en la doctrina constitucional que no le da valor jurídico-político alguno. Del mismo modo también saben que el reconocimiento del derecho a decidir es imposible sin la reforma del título preliminar de la CE y, en particular, de su artículo 2º. La pregunta, por tanto, es ¿por qué insisten en una línea que saben abocada al fracaso y la confrontación?.
Nos llevaría un tiempo y un espacio del que no disponemos, además de que no es el objeto de este artículo, trasladar nuestro análisis al respecto.
Finalmente, nos encontramos con la línea del nacionalismo vasco, una línea que podemos definir como democrático-pactista, que presenta una continuidad a lo largo del tiempo pero, en sentido inverso a la constitucionalista. Para los nacionalistas vascos el Estatuto es la expresión de una autonomía pactada, que implica una actualización y novación, tanto objetiva como subjetiva del régimen foral, desde el respeto a la voluntad libre y democráticamente expresada por los vascos, con el empleo del diálogo permanente y el consenso como instrumentos políticos. Para el nacionalismo vasco el Estatuto es la materialización jurídico-política de un pacto entre diferentes, abierto a un desarrollo competencial y a un sistema institucional, acomodado a las circunstancias histórico-políticas de cada momento y a la voluntad, libre y democráticamente expresada de los/as ciudadanos/as vascos/as.
El lehendakari ha tenido en su artículo el mérito de rescatar del baúl de los recuerdos, una disposición que es básica, dentro del corpus ideológico del nacionalismo vasco y que está, asombrosamente olvidada.
No entendemos nuestra desmemoria porque de su lectura, necesariamente ha de concluirse la existencia de un pueblo, el vasco, como un sujeto político diferente al pueblo español y previo al texto constitucional. Un pueblo que no surge de la Constitución, ni siquiera del Estatuto, sino que encuentra su basamento en los tres ejes necesarios para que podamos hablar de la existencia de una nación: unos de naturaleza objetiva, entre los que destaca una lengua propia y distinta a la de otros pueblos; otros de naturaleza subjetiva, como la existencia de una conciencia de su ser diferente y su voluntad de continuar siéndolo y; finalmente, una tercera en la historia, en su pervivencia a lo largo del tiempo, generación tras generación.
Frente a la posición constitucional que residencia en la Constitución el autogobierno vasco, de la disposición adicional se concluye que son los vascos, los que, en un ejercicio libre y democráticamente refrendado, –acomodado a las circunstancias históricas del momento–, decidieron constituirse en una Comunidad autónoma, dentro del Estado español, en lo que hace referencia a tres de los territorios históricos que conforman la Euskadi peninsular. Para ello, sin renunciar a los derechos históricos que les pudieran corresponder, formalizan el pacto del 79 que se plasma en el texto estatutario y que, como todo acuerdo bilateral, no es inmutable, sino que debe responder a la realidad política de cada momento, democráticamente expresada.
Recuerdo que en una entrevista en Radio Euskadi, Arzalluz, hace ya unos cuantos años –uno va peinando canas– textualmente dijo: “Yo con Ibarretxe voy al infierno y lo que diga lo voy a apoyar”. A pesar de la confianza en aquel gran lehendakari que comparto, nunca he sido partidario del lenguaje hiperbólico al que reconozco el mérito de aglutinar a las personas de forma directa y sencilla, en torno a un eslogan. En base a este criterio personal he preferido titular este artículo con el verbo acompañar, desde mi adhesión a la democracia participativa frente a la representativa. El lehendakari Pradales ha apuntado un camino que necesita de reflexión, imaginación, desarrollo y profundización. Acompañémosle en ese viaje.