Primer asesinato por la primacía y el poder que de ella se deriva, por la superioridad frente al otro en su confrontación absoluta en busca incesante del “más poder”.

Frente al fratricidio primero, será en la tardía fecha de 1790 cuando se reconozca, a resultas de la Revolución Francesa y a enunciado de un personaje multiforme como Robespierre, a la fraternidad como uno de los tres pilares necesarios para el equilibrio democrático. El amor entre hermanos y próximos como necesario y más inmediato complemento de la igualdad y la libertad. Al tiempo que queda al descubierto la pugna entre iguales de cara a la obtención de cualquiera primacía. Sea el favor de padre, la autoridad familiar, el liderazgo del grupo, la benevolencia de Yahveh o el lugar más alto en las jerarquías del poder. Será el mayor o menor acierto en el método, a la hora de conquistar esta primacía, este ascenso al poder, aquello que con una gran importancia repercuta en la virtud y fortuna del resultado final. Podemos afirmar que será la limpieza de este proceso y su aceptación general lo que marque de manera profunda la mayor o menor intensidad democrática de todo un sistema político.

Nunca fueron fáciles los caminos ni virtuosos los métodos para alcanzar las cotas más altas del poder. Desde el fratricidio cainita, a los envenenamientos que aún hoy son de uso y costumbre en países con motivos más que suficientes para haber llegado a cierto grado de civilización, pasando por toda la perversión política y mediática que impregna la escena cotidiana. Hasta la indignidad más abyecta que caracteriza a muchos de los procesos de comunicación y propaganda políticas hoy en día. Y lo que es peor, en casi todas partes. De las autocracias y dictaduras mejor no hablar.

Por ello todo momento y ocasión resultan propicios para reflexionar y profundizar en los diversos componentes de este crucial itinerario para alcanzar el poder, el cual, por su propia naturaleza tiende a expandirse, a multiplicarse, a crecer continuamente y enredar todo cuanto le rodea a base del halago y la corrupción. Por ello resulta tan difícil de controlar. Y del acierto en este control mediante la división en varios poderes autónomos y mutuamente vigilantes, como señalara Montesquieu, depende la mayor o menor virtud en la gobernanza. Pero desde los enunciados del Espíritu de las leyes en el lejano 1748 no se ha avanzado mucho.

Magistrados con grandes habilidades prevaricadoras; periodistas de todas las intensidades del amarillismo comunicativo; “accionistas más populistas que populares”; mentirosos cabalgando con destreza medias verdades; portavoces de los partidos políticos, en el gobierno o en la oposición y en el papel provocador del “poli malo”; así como ofendidos de toda gradación configuran hoy el patio de monipodio y se enseñorean en el tremendismo masoquista de la escena cotidiana.

No se trata de anclarse en el aforismo “en todas partes cuecen habas” como prolegómeno nihilista, sino de averiguar y controlar para que nadie, en ejercicio de su prepotencia más o menos camuflada, “cueza más habas que otro”. Y lo que es aún peor, se beneficie de ello.

Alcanzar y mantener el poder se manifiesta como uno de los aspectos de mayor importancia en una sociedad cuando ha superado, al menos en la parte más extensa del mundo, cotas tremendas de iniquidad como la esclavitud, las hambrunas, genocidios y otras vilezas colectivas contenidas en el “que nadie escupa sangre para que otro viva mejor” que cantara Ataualpha Yupanqui. Pero aquí resurge el problema de la propia perversión del método tanto para mantenerse como oponerse a él, o alcanzar el poder, con lo que queda, una vez más, patente el largo camino que aún nos queda por recorrer para alcanzar la añorada, o quizás utópica, paz perpetua.

Sin duda no es la vieja trinca de las descalificaciones a tres de las viejas oposiciones a cátedra universitaria con lo que se avanza en la virtud del proceso de selección de líderes políticos y partidos para el gobierno, la continuada descalificación de contrincantes más eleva el grado de crispación y violencia que dulcifica y propicia la mejor de las opciones en litigio, y su convivencia o colaboración futura de todas ellas.

Bien pudiera ser un punto de partida sencillo y elemental, aunque para ello fuera también preciso un pacto previo, que cada uno de los contrincantes y partidos se ocupe de sí mismo y de ensalzar sus propios programas y proyectos en vez de dedicar sus esfuerzos a destrozar en todo momento las iniciativas y las acciones del otro sean las que éstas fueran.

Pero si el grado de polarización y de odios esparcidos imposibilita un pacto de estado, incluso como epílogo a un período desolador de inundaciones, incendios y otras catástrofes en la naturaleza que habitamos, mal andamos.

Y volviendo al patio de monipodio cervantino en el que con más o menos culpa, como en el infierno de Dante, a veces todos estamos, para iniciar cierta recuperación moral nada como el ponerse en el lugar del otro, tratar de comprender su pensamiento y dedicar un tiempo al cultivo de la fraternidad, antes de responder y tratar de componer un diálogo. Y así ir jalonando las posiciones de cada uno de los contendientes para cuando llegue el dictamen del voto democrático y popular. No parece demasiado difícil: tratar de entender bien lo que el otro nos dice antes de contestar, antes de descalificarle, antes de echar mano de la propia mitología militante en vez de razonar desde el alma y así perpetuar una pugna destructiva cruel y apasionada.

Frente al insulto, al “tu más” pendenciero, tabernario y barriobajero siempre será mejor una respuesta inteligente, no hiriente ni descalificadora, equilibrada, ponderada y bien medida.