Cada vez alucino más respecto a cómo parece que algunas personas viven por y para las redes sociales. Y también respecto a cómo las redes sociales influyen cada vez más en nuestras vidas. Parece que tenemos la obligación de que todo lo que hacemos pase por las redes sociales.

En su día, los logaritmos fueron creados por programadores muy hábiles, sí, pero estoy seguro que sus finalidades fueron determinadas en buena parte por psicólogos sociales especializados en manipulación de masas. Tan es así que a base de las endorfinas y del gustirrinín que nos dan, determinan lo que hacemos, lo que compramos y también, y esto es lo más peligroso, lo que pensamos y cómo actuamos.

Esto se consigue con habilidad, nos echan la dosis justa de posts de gente que piensa igual que nosotros para llenarnos de orgullo y satisfacción. También se nos sirve otra dosis muy medida de posts de gentes que nos indignan y que nos señala lo que hemos de odiar. Véase, si no, cómo los disturbios racistas en Inglaterra, en Francia y ahora también en España son vehiculizados por las redes sociales. Pero fíjense también en cómo las redes sociales influyen también en el urbanismo y, como no, en el turismo. Al fin y al cabo, todo es negocio.

En 2012, con ocasión del nombramiento como Green capital de la ciudad, se instaló en la Plaza de la Virgen Blanca de Vitoria-Gasteiz una escultura vegetal con las letras que forman el nombre de la ciudad. Ignoro si fue la primera ciudad, o no, que ponía las letras del nombre de la ciudad en un lugar emblemático. Tampoco sé si su intención era en aquél entonces apoyar lo que luego viene llamándose el “turismo instagramable”, que consiste en documentar en redes sociales nuestra presencia en los lugares a los que vamos de visita o de vacaciones. Con el tiempo, Bilbao puso sus letras en el mirador de Artxanda, y Donosti hizo lo propio en los jardines de Miramar. Y esta epidemia se ha extendido. No sé si se ha originado aquí o nos ha llegado aquí, pero pocos lugares hay ya en los que no haya letras de esas con el nombre del lugar y donde parece que las redes sociales dictan que te has de exhibir en foto para dejar constancia pública de tu presencia allí.

Al parecer, para muchos lo relevante de las vacaciones no es “¿dónde ir?”, sino “¿dónde exhibirse mejor?”. Se acabó la simple elección de un destino: ahora se busca un decorado, un marco que publicar.

Dirán ustedes que le doy demasiadas vueltas a las cosas. Pero esta transformación revela un profundo cambio en nuestra relación con el trabajo y con nuestra propia identidad. Antes, el trabajo nos estructuraba. Nos daba un papel, un lugar, un reconocimiento social. Éramos ante todo nuestra función, y las vacaciones eran un paréntesis saludable, un olvido temporal, un vacío, un retiro. Desaparecíamos un poco y respirábamos.

Pero lo profesional ha perdido prestigio, demolido por lo personal. Esto puede no ser ni bueno ni malo, pero lo que me inquieta es que ya no seas nadie si no te exhibes en redes sociales. Y es en vacaciones cuando esta tendencia se manifiesta con más fuerza.

Así pues, las vacaciones se han convertido en todo un reto, un momento en el que hay que dar lo mejor de uno mismo. Ahí está la paradoja: antes, el trabajo proporcionaba una identidad, era la fuente del papel que desempeñábamos, y las vacaciones eran su tregua. Hoy en día, vamos camino de que sea nuestra identidad en redes la que genera trabajo. Lo importante ahora no es nuestra profesionalidad, sino nuestra representación en redes sociales, y el trabajo que conlleva. Porque somos tontos, trabajamos gratis para los amos de las redes.

Y sí, tiene toda la pinta de que así va a ser el verano de 2025, y ello no va a ser ninguna sorpresa. En las imágenes que publiquemos, no debe suceder nada que no pueda convertirse en una señal o un símbolo. Ante la fotografía de un amanecer ocre hermoso, su imagen en redes ya no va a suponer un recuerdo, sino que dará fe de un estado interior, de una disposición espiritual que no hay que vivir, sino significar. Consumir ya no será un acto, sino una forma de demostrar que se es sano y auténtico. Y para ello sacaremos en redes una cena entre amigos, escena obligada de la pastoral estival. Casa de alquiler, mantel grande, vasos desparejados pero elegidos, sonrisas encuadradas para sugerir la alegría descarada de estar juntos. Parece que estuviéramos obligados a mostrar en redes que la convivencia no ha muerto, que sigue viva. Parece que tenemos la obligación de representar en X, Bluesky, Instagram, TikTok o Facebook una suerte de osmosis escenográfica, hecha de aceite de oliva, pan caliente y conversaciones fingidamente despreocupadas.

La siesta, de la que soy practicante militante, antaño consistía en abandonarse al reposo sin buscar gloria por ello. Hoy en redes es también otro momento más de elevación, con novela que descansa sobre el adormilado a modo de discreto estandarte. No importa lo que se lea, al fin y al cabo sólo está ahí para mostrar que podría leerse. La lectura no es lo que cuenta, sino representar como legible en redes la intención de leer. Eso sí, que no se nos olvide una higuera, al fondo, para completar la composición. En cuanto al yoga sobre una tabla de surf, éste será la culminación de la mística veraniega. Toda una representación del cuerpo en frágil equilibrio sobre un espejo de agua. Ya no se busca equilibrarse sobre la tabla. Lo que se busca es ser visto equilibrándose. La serenidad se ha convertido en imagen y la paz interior, en coreografía compartida.

Las vacaciones, que ayer se suponía que nos liberaban de la imagen social, ahora son en realidad una representación de la misma. Creíamos que hacíamos una pausa, pero solo cambiamos de escenario, ya que la identidad profesional ha dado paso a una identidad personal igualmente exigente. Y allí, precisamente allí, está la trampa: ese “yo” que debíamos reencontrar durante el verano, ese “yo verdadero”, sigue siendo imposible de encontrar. Atrapado entre el papel profesional de ayer y el rendimiento instagramable de hoy, ese “verdadero yo” no llega nunca. Pasamos de un teatro a otro sin salir nunca realmente del escenario.

Entonces, si aún existieran las verdaderas vacaciones y el verdadero descanso que se supone que han de ser, tal vez serían esto: una suspensión de este deber de identidad. No huir del mundo, ni incomunicarnos de los demás, sino extirparse, por un instante, del espejo de las redes. Hacer algo sin representarse haciéndolo. Hacer algo sin contar que se está haciendo. Leer sin publicar. Crear sin demostrar. Abrazar sin fotografiar. Sin público, momentos sustraídos al relato. No huir de la visibilidad por principio, sino recuperar la densidad del gesto, la espontaneidad. Leer, nadar, caminar, crear, sin imagen ni mensaje. Porque acaso sea en el olvido de sí mismo donde mejor se accede a uno mismo. Al menos para mí.

Yo por mi parte tengo previstas unas vacaciones bastante re-energizantes. Dos escapadas a dos lugares relativamente paradójicamente remotos aunque cercanos, donde la conexión a Internet existe –creo que hay cada vez menos en los que no la haya–, pero tampoco es que sea extremadamente fluida. Al final lo importante es cargar pilas, porque la vuelta a la cruda realidad nos la anuncian movidita en horizontes bélicos y genocidas. Por ello la desconexión no debe ser total. Creo que hemos de mantenernos al tanto de lo que pasa porque soy de los que creen que aún podemos hacer algo al respecto.