¿Cómo me afecta la situación de los demás?

A pesar de una hipercrítica permanente de lo que se dice y se hace, fruto, muchas veces de una postura cómoda pero sin comprometer a nada, la indiferencia ante el ajeno sufrimiento injusto se ha convertido en algo normal y duradero.

Mirar hacia otro lado, “que me dejen en paz”, “que lo arreglen ellos o el estado” son posturas que se constatan, en medio de un consumo convulsivo y de pasatiempos sin freno. Parece que no hay tiempo para detenernos, acompañar y aliviar el sufrimiento o la injusticia ajena, aún menos para alzar una voz razonada y comprometida. Relativizamos las contradicciones de la realidad para que no nos hieran.

¿Cómo reaccionamos ante el dolor de los demás? ¿Qué nos impide escuchar el clamor de tanto sufrimiento? No queremos olvidar a quienes en esta situación entregan su esfuerzo solidario por los demás. Pero no son muchos.

Es un error pensar que esta indiferencia es sólo fruto de una irresponsabilidad individual. La indiferencia se alimenta de muchas maneras, formando parte de un sistema de pensamiento y vida, que nos cierra los ojos, haciéndonos dudar incluso de lo que estamos viendo, de los mismos hechos constatables.

No defenderse con simples excusas

La dura situación que estamos viviendo por la precariedad laboral, la violencia de género, las injustas desigualdades sociales, el endemoniado enfrentamiento político, el odio y la mentira... condiciona de forma notable muchas relaciones de nuestra vida diaria. Algo parecido podemos decir cuando nos referimos a problemas menos cercanos, pero reales y presentes.

Más allá de una solución política justa de cada caso, las situaciones que estamos viendo interpelan nuestra conciencia. Vivimos lejos de Palestina, Ucrania u otros lugares de graves enfrentamientos armados; la pobreza en sus diferentes expresiones (emigración, desempleo, soledad...) la vemos como algo ajeno, pues estamos muy preocupados y atareados por mantener o mejorar el bienestar propio. La evidencia del horror, del ataque terrorista de Hamás y la constatación cotidiana del pánico por los bombardeos indiscriminados del ejército israelí o ruso, acompañados del exterminio por hambre de la población civil palestina o de la destrucción energética de Ucrania, queda oculta bajo una venda de opinantes e informadores, que han puesto entre nosotros y los hechos una pantalla de argumentos interesados. “Esto es muy complejo”, se afirma.

Ante la injusticia que provoca dolor y sufrimiento en el otro, aquí y allí, cualquier otro, sea cual sea su origen, su partido político, su forma de pensar, su religión o el color de su piel… hemos de reaccionar. Lamentablemente, cuanto más les percibimos, más alejados nos sentimos y menos merecen nuestra ayuda. ¿Cuál es el peso del dolor por cada persona matada o asesinada en los conflictos que existen? ¿Somos capaces de ver la televisión o leer la prensa sin sentir nada, como si lo que vemos o leemos no hubiera sucedido?

Trascender y superar la indiferencia

Ante el sufrimiento de las víctimas, no cabe la indiferencia, el silencio o la equidistancia. Lo evidente es la muerte y el desamparo de miles de inocentes bajo las bombas de unos ejércitos que, en nombre de una supuesta legítima defensa o rescate de una población prorusa, actúan en contra del derecho internacional y la dignidad humana; o de los miles de personas que mueren en su intento de alcanzar un lugar donde poder llevar una vida más digna de todos ser humano.

El análisis y la interpretación de la realidad resultan fundamentales para comprender y comprometerse. Ello debe llevarnos a pasar de la teoría a la práctica, de las palabras a los hechos, de la valoración al compromiso con el dolor de los demás.

Como hemos apuntado, existe gente comprometida y tenemos mecanismos institucionales de protección y ayuda efectivas, hay que reconocerlo y valorarlo, algo que no siempre se hace, pero no es suficiente. Un compromiso social y político libremente asumido, exige una mayor concienciación. Si no, lo que hacemos es evadirnos y banalizar el mal, como ya dijo Hannah Arendt, pensando que todo es una ficción y el dolor resbala de nuestras vidas.

Todas y todos debemos sentirnos implicados en el cuidado de quienes tenemos al lado, como manera práctica de expresar que toda persona nos importa y queriendo extender esta positiva relación a quien lo necesite. Esto es ser auténtico progresista y lo que hace avanzar a un pueblo.

Ofrecer dinero para que otros hagan es positivo, es un gesto generoso. Pero implicarse en la medida de lo posible en primera persona es señal de una sociedad democrática plena, consciente y comprometida que trasciende un individualismo zombi, que nos está llevando a una sociedad próspera pero errática e insensible al dolor de los demás.

A pesar de nuestras deficiencias, hemos de superar la indiferencia o la evasión, signos de superficialidad, para fortalecer la conciencia de un futuro mejor para todos. Lo cual es posible y deseable.