Tras el enésimo escándalo, esta vez en forma de agresión sexual protagonizado por el Sr. Rubiales, todavía presidente de esa mafia autodenominada Real Federación Española de Fútbol (RFEF), son miles de personas, instituciones, asociaciones, etcétera, de ese país llamado España las que han puesto el grito en el cielo tras las vergonzosas imágenes que han dado la vuelta al mundo. Unas imágenes que por desgracia se han convertido en el árbol que impide ver el bosque (¿es esto lo que se persigue con su sobreexposición?) y que han provocado una rasgadura de vestiduras colectiva bastante más estética que ética (prueba de ello es la insistencia mediática en que “se daña la imagen de España y del deporte español en el mundo”). Imagen, se rasca un poquito la pintura pero poco, no vaya a ser que la mierda que hay debajo empiece a salir como el agua radioactiva de Fukushima, y no son menos litros.

Por mucho que nos repugne el Sr. Rubiales, la cuestión de fondo no es que este señor sea un chulo machista sin escrúpulos, el auténtico problema es que la organización que preside es una organización asimismo machista estructuralmente e igualmente sin escrúpulos, una organización mafiosa que –como muchos de los clubes que la componen– debería de ser investigada y obligada a rendir cuentas ante la justicia. Enumerar los casos de corrupción deportiva, empresarial e institucional, expolio de recursos públicos, pelotazos inmobiliarios, negocios con regímenes dictatoriales y genocidas y las mil y una tropelías cometidas por la RFEF y los clubes que la conforman resultaría imposible. A veces uno se pregunta para qué existe la Fiscalía General del Estado, claro que con el fútbol hemos topado: que el sueldo del presidente de la Federación Española de Fútbol (el legal) sea ocho veces superior al del presidente del Gobierno lo dice todo.

Como toda organización mafiosa, la RFEF recurre a lo que haga falta para mantener su estatus cuando, como ha pasado ahora, alguno de sus capos se pasa de frenada: si para ello tiene que recurrir al abuso de poder machista revictimizando a la víctima, lanzando comunicados falsos, presionando a la víctima, a su familia y resto de jugadoras (con el seleccionador nacional Jorge Vilda como cómplice principal), pues se hace. Si para eliminar cualquier tipo de oposición interna hay que condenar al ostracismo profesional a futbolistas, entrenadores/as o árbitros/as (como están denunciando estos días portavoces de estos colectivos), se hace. Si para ello hay que mantener un pacto de silencio, se mantiene. Hay que cerrar la boca ahora si más tarde se quiere ser partícipe del botín.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que estas prácticas mafiosas no buscan sólo salvar el culo del Sr. Rubiales, cuya agresión machista televisada no es más que la punta del iceberg. ¿De veras a nadie le resulta sospechoso que ni siquiera con el empoderamiento y protección que proporciona ser campeonas mundiales ninguna de las 25 jugadoras se atreva a hablar de lo ocurrido y de lo que ocurre fuera del césped? ¿Por qué continúa el manto de silencio sobre lo ocurrido hace un año, cuando 15 jugadoras de la selección se plantaron al considerar que “su salud mental estaba amenazada”? (Trece de ellas nunca volvieron a la selección). Evidencias e interrogantes sin respuestas suficientes como para pensar que la RFEF oculta algo mucho más oscuro y grave y que, con tal de ganar competiciones, la RFEF está dispuesta a bajar el suelo ético hasta donde haga falta. Indigno para cualquier sociedad que se considere democrática.

No duden ustedes de que tarde o temprano el Sr. Rubiales va a ser dimitido, destituido, inhabilitado o lo que sea. Hay mucho más en juego que el puesto del capo calvo. La mafia del fútbol necesita un cortafuegos para calmar a la opinión pública, anestesiar conciencias y seguir con su actividad criminal: toca cambiar de padrino. No pasa nada, el circo romano continúa, el irracional “amor a los colores” como dogma de fe continuará impulsando a millones de aficionados/as a continuar comprando abonos, a pagar cuotas de plataformas televisivas, a peregrinar en masa a esos templos de adocenamiento llamados estadios construidos con dinero público y a gastarse un dineral en merchandising con el logo de las grandes corporaciones energéticas y bancarias que, paradójicamente, son las que les impiden llegar a fin de mes con dignidad.

En la próxima jornada futbolística ni dios se acordará de Jenni Hermoso ni de otras ¿cientos, miles? anónimas niñas y mujeres agredidas en los campos de fútbol. Es lo que hay, es fútbol y da asco, mucho asco.