Hoy la redactora que está haciendo prácticas este verano con nosotros se ha acercado a mi mesa y me ha entregado su reportaje para el fin de semana. Ha sido leer el titular y me ha parecido tan bueno que la he sujetado por la cabeza y la he plantado un beso en los morros. Pero sin deseo ni posición de dominio. Un pico mutuo, espontáneo y consentido. Se lo he notado en la mirada, que quería pico para celebrarlo. Si hasta se lo he preguntado: ¿qué, un piquito, no? “Vale, por favor”, me ha suplicado tras decirme que soy un crack. Todo lo que ha aprendido esa becaria es gracias a mí, joder. Sus éxitos son mis éxitos, así que me he subido a la mesa y, mirando a los compañeros de la redacción, me he llevado las manos a los genitales con un leve movimiento de cadera en señal de victoria al grito de “así, sí”, fruto de la euforia. He escuchado después algunos murmullos criticándome, pero joder si es como si besara a mi hija, y alguien ha comentado por qué entonces no he besado nunca al maromo que hace prácticas en deportes, con lo bien que lo hace, pues porque no lo veo como un hijo, obvio. De disculparme es por llevarme la mano a los huevos, que es un gesto poco edificante pero, por lo demás, la gente me ha aplaudido y se ha puesto en pie al escucharme. Dicen que igual me hacen alcalde de este nuevo mundo al revés. Lo llamaremos Pachulomipirulo.