e decían que invirtiera en bitcoines pero no lo acababa de ver, fundamentalmente porque tengo poca pasta y soy un cobarde, que igual está asociado ahora que lo veo escrito junto, y si pierdo más dinero de lo que me cobran por una apuesta de Bonoloto ya me agobio. Lo de invertir en una empresa de futuro que estén montando ahora en un garaje cualquiera antes de hacerse inmensamente millonarios tampoco me acababa de cuadrar porque en todos los garajes que miraba solo veía grupos de música adolescentes y no sonaban muy bien. Así que hace un tiempo ya que me resigné a ser pobre con la coletilla pero honrado. Pero el otro día -que no sé si esto debería contarlo aquí por si entre ustedes o cuando Ander suba esto a Twitter, hay alguien chungo, que no creo porque en las redes sociales impera la bondad- me topé en el trastero, debajo de unas latas de tomate frito, con un cartón de doce litros de leche y tres botellas de aceite de girasol que debí comprar antes de que se evaporaran de las estanterías de los supermercados y que están en fecha de consumo preferente: oro blanco y oro amarillo. Ahora soy la envidia de la vecindad y ya he rechazado el BMW del vecino porque eso es un pozo sin fondo de gasolina, y se ha puesto carísima. Mi cuñado dice que si aguanto sin desayunar ni comer, y vendo en el momento justo, me forro.