l inicio de los carnavales de Tolosa me pilló en una reunión de trabajo. No hace tanto me parecía que en el txupinazo se paraba el mundo. Este año, en cambio, he sentido que eran mis dos hijos los que estaban como locos por disfrutar de las fiestas mientras yo les escribía eso de "cuidado con el móvil y la cartera...". Así que, cuando en plena reunión vi que me estaba llamando mi hija, no dudé en contestar rápidamente, por si acaso. El motivo de la llamada de mi hija no era otro que compartirme que unos chicos algo mayores de su mismo colegio se habían metido con ellas gritándoles algo desde un bar. Su pregunta, sin contemplaciones y con doce años fue: "¿Qué pasa aita, que las chicas no podemos andar tranquilas por la calle?". Acostumbrado a replicarle rápido, me quedé noqueado al otro lado del móvil, como el boxeador que recibe un uppercut inesperado. Noté cómo se me caían los títulos universitarios al suelo. ¿Qué responder? Opté por asumir la derrota que ya delataba mi silencio y reconocerle que, desgraciadamente, aún en 2022, ella no podría moverse con la misma tranquilidad que su hermano. Le felicité por percatarse de ello y le conté que eso de la igualdad tenía que ver con situaciones como esa. A los pocos días, otra llamada me informó de la agresión sexual que una joven del pueblo había sufrido en carnavales. La primera sensación fue de vulnerabilidad al pensar que mi hija puede ser la próxima víctima. La segunda, de miedo al imaginar que mi hijo puede ser el próximo agresor. Esta historia de dos llamadas ha venido hoy a mi mente en este 8 de Marzo. Situaciones cercanas de falta de igualdad que todos conocemos y que no debemos normalizar. Asumiendo que no tengo la receta de la solución, sí que veo claramente que días como el de hoy deben resonarnos a los hombres como una llamada de atención y, sin más demoras, una llamada a la acción.
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