a semana pasada empezó mal en el Congreso de los Diputados. Ante el riesgo de que la Cámara no aprobara el decreto del uso obligatorio de la mascarilla en exteriores, La Moncloa pensó que era una buena idea incluir en el mismo texto (!) la paguilla de las pensiones. Salió adelante, claro, y tres días después la ministra de Sanidad anunció el fin de la citada obligatoriedad. ¿Para qué esa maniobra forzada que desgasta la imagen pública? A cada trámite importante que afronta la política española, la arquitectura institucional y su credibilidad terminan sufriendo. El jueves también, a cuenta de la reforma laboral. La entrada del propio texto en la Cámara ya generó debate: ¿debe un parlamento limitarse a la función de notario porque la Mesa del Diálogo Social tenga un acuerdo? Luego vino la gestión de la convalidación: una doble gestión de dos ministerios que terminó en una traición de dos diputados a un acuerdo de sálvame aquí que te salvo en Pamplona y en un error de otro diputado que dejaba todo como se esperaba. Como cuando se falla un penalti que no era. La reputación del parlamentarismo español sale tocada sin que aquellos a los que se acusa de querer cargárselo hayan tenido que hacer nada. Un problema de credibilidad que, sin solución, achicharrará a sus señorías.