La unilateralidad es el signo de la tercera década del presente siglo y su alcance está por ver en tanto a puesto a rodar por una pendiente de final incierto todo el sistema de equilibrios basados en los acuerdos que aportaban una cierta estabilidad global en medio de conflictos regionales. Unilateralidad hay detrás de la denostada acción violenta de Israel en Palestina, como la hubo en el origen de la invasión de Ucrania por el Ejército ruso. Unilateral es también el baremo de lo que es o no éticamente aceptable en el proceder de la Administración estadounidense –con la ruptura de los acuerdos comerciales, de los compromisos ambientales, de la implicación humanitaria y del uso de la fuerza sin cobertura de la legalidad internacional que otorga el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, un día con el argumento de la amenaza nuclear de Irán, al siguiente con el del narcotráfico–.

Y la suma de todas ellas, y de otras aplicadas por otras potencias regionales menores, ha hecho pasar página de los mecanismos de autocontrol en materia de seguridad, desarme, dumping económico o reconocimiento de la integridad de los estados. Esto hace el mundo mucho más inseguro en todos los aspectos. La defensa de una multilateralidad está hoy condenada por su propia atomización en Europa. La división interna de los socios de la Unión impide erigirla como actor de primer nivel con capacidad de influir en cualquiera de los aspectos citados.

Hoy, la UE no logra marcar perfil propio, mucho menos extenderlo con criterio global, ni en su defensa del libre comercio ni en su compromiso con los derechos humanos ni en su vocación de proteger el entorno. Los tratados internacionales en estos ámbitos cuentan con su adhesión, pero el desmarque del resto de potencias empuja a los gobiernos del continente a un pragmatismo doloroso en un marco más inestable. Ejemplo evidente es el giro de 180º en materia de desarme, transformada hoy en una política de defensa reforzada.

Este estado de cosas puede agravarse si, por ejemplo, China lo aplica para hacer valer su capacidad militar en el Pacífico –con su intimidación sobre Taiwan–, financiera –como acreedor de la deuda pública de medio mundo– o comercial –inundando mercados desprotegidos o imponiendo su criterio en las relaciones bilaterales del modo en que ha hecho Donald Trump–.