yer Sergio Ramos se despidió del Real Madrid y miles de personas gastaron el día riéndose de sus hijos, los del futbolista, digo, aunque quizás también de los suyos propios. Las redes se poblaron de comentarios crueles sobre los chavales, de chistes ruines sobre el azar de la genética, en fin, de monstruosidades varias. Confundida la libertad de expresión con el deber de expresarse todo el rato, se corre el riesgo de convertir la verborrea en diarrea. Algunos creen que lo contrario de la corrección política es la incorrección permanente, gratuita, como si rechazar la censura obligase a ir por la vida vomitando. La pugna por dirimir qué es legal e ilegal nos está haciendo olvidar qué está bien y qué está mal. Ensañarse con unos críos por su físico es digno de canallas y botarates, y no debería hacer falta meterse a inquisidor o meapilas para saberlo. Pero, por lo visto, la única manera de que una conducta parezca reprobable es que lo dicte un juez o se bautice en inglés: un abusón es poca cosa si no añadimos que hace bullying.

El sentido común está sembrado de obviedades: no te descojones de un anciano si tropieza o desvaría, no te burles de una joven con síndrome de Down, no te partas el culo de una calvicie quimioterápica, no hagas gracias feroces, brutales, prehumanas, a cuenta de una voluntaria que abraza a un inmigrante. Sí, es cierto, ese sentido común resulta tedioso, gris, carece de la brillantez de una boutade ofensiva, del ingenio de una maledicencia vejatoria. Sin embargo, puestos a convivir, donde esté un oficinista con manguitos, ese bostezo sentado, que se quite el salivazo agreste de tanto chisgarabís.