ace cuatro décadas bastantes medios se preguntaban por qué en la selección española Arconada lucía sus medias blancas sin la banderita. En verdad ellos mismos, sin escuchar al guardameta, se respondían y así sentenciaban: el donostiarra no sentía como es debido los colores. ¡Tarjeta amarilla, tarjeta roja! Esta semana un escrutador de afectos, aduanero vocacional, se ha dirigido a otro futbolista con similar talante, o más bien se le ha encarado con el pulsímetro entre los colmillos: "¿Te sientes plenamente español para defender un escudo, una nación, una bandera, un himno?". El entrevistado era Laporte, lateral izquierdo, aunque podría haber sido zapador de la Legión.

Son los nuevos tiempos, siempre tan viejos. Creíamos que al chaval le tocaba defender su posición, su banda, y si lo prefieren hasta tiramos de parla bélica: la retaguardia del equipo. Pero está visto que en vez del Marca hay que leer Raza y saltar al campo, hoy de batalla, disfrazado de Viriato, Pelayo, Nebrija y Ana Rosa. Para acceder a la elite tribal no basta con ser deportista notable y obediente ciudadano. Tampoco saberse paisano a secas, como el árbol se sabe árbol y quizá conoce el bosque. No, urge sentir la españolidad a tope, 24/7, plenamente, y qué miedo da cuando avasallan: plenamente.

Hemos pasado del estatuto de limpieza de sangre al patriotismo sexador de pollos, zahorí de lágrimas. Lejos de conformarse con que usted cumpla la ley e intente convivir, la inquisición emocional exige un número de latidos ante un izado en Colón o un gallo en Eurovisión. ¿Cómo era aquello del nacionalismo obligatorio?