oe Biden es ya presidente de Estados Unidos y sus planes para el país merecen un próximo artículo. Antes quiero resumir mis observaciones sobre el tramo final de la presidencia de Trump y su último intento de romper las normas de la democracia.

A pesar del impacto visual de las imágenes del asedio y del asalto al Capitolio, y de lo que ocurrió en el interior del edificio en las aproximadamente cuatro horas que estuvo ocupado, la consecuencia no ha sido el triunfo de la tiranía sobre la democracia. Sin embargo, no es ya posible continuar hablando con propiedad del "excepcionalismo americano" en la llamada "primera nación nueva".

Los sucesos del Capitolio, rechazados en las encuestas por una amplia mayoría de estadounidenses, no constituyen fundamentalmente un salto cualitativo en la crisis trumpista de la democracia estadounidense. Son más bien una desgraciada culminación (que se podía haber evitado) por parte de un presidente con pulsiones autocráticas (pero no suficientemente autoritario, según Levitsky y Ziblatt) que ha exacerbado la división y la polarización, un hombre sin un proyecto político para Estados Unidos diferenciado de sus impulsos y ambiciones personales.

A pesar de su gravedad, es debatible que los sucesos del seis de enero puedan calificarse como un "golpe de Estado". Fue una insurrección apenas planificada y alentada por un líder como Donald Trump, con frecuencia incapaz de anticipar y medir cuidadosamente las consecuencias de sus palabras y sus acciones y habitualmente despreocupado y negligente cuando está en juego el bienestar de los ciudadanos a quienes tiene el deber constitucional de proteger. Por otro lado, es cierto que las intenciones de Trump, anunciadas meses antes de las elecciones del pasado tres de noviembre, fueron claramente anti-democráticas y tenían como objetivo subvertir el resultado electoral para conseguir permanecer en el poder de forma ilegal.

Casi sin solución de continuidad tras el asalto, la Cámara de Representantes aprobó el impeachment de Trump (el segundo proceso de destitución contra el presidente saliente) por incitar a la insurrección con falsos argumentos sobre un fraude electoral inexistente. La intención es que quede inhabilitado para cualquier cargo público en el futuro. Es lo primero que había que hacer para empezar a reparar los daños que el trumpismo ha infligido a la democracia estadounidense. La decisión está en manos de los cien miembros del Senado. Se necesitarán sesenta y siete para condenar a Trump y neutralizarlo políticamente. Dada la actual configuración de la Cámara, será necesario que al menos diecisiete senadores republicanos voten a favor de la condena.

Trump ha exacerbado y legitimado los peores instintos y las peores tendencias del Partido Republicano, el Grand Old Party (GOP) de Lincoln, Eisenhower y Reagan. El pacto político de Trump con Mitch McConnell, el hasta ahora poderoso líder republicano en el Senado, incluyó, entre otras cosas, el compromiso de Trump de nominar a jueces federales ultra conservadores del agrado del GOP. A cambio, Trump ha obtenido un apoyo prácticamente sin fisuras de los legisladores republicanos a todas sus decisiones y la complicidad de los conservadores a su trayectoria de flirteos con la autocracia.

Esa complicidad le suministró un apoyo esencial a su estrategia fallida de subvertir el resultado de las presidenciales del pasado noviembre, una estrategia que ha desembocado en las distópicas imágenes del 6 de enero. Timothy Snyder, catedrático en Yale, explica que en el GOP ha habido dos tendencias simultáneas durante el trumpismo, ambas en connivencia con dos versiones de Trump: la de jugarle al sistema (los gamers) y la de romper con él (los breakers). Esta divisoria amenaza con quebrar el partido tras los sucesos del Capitolio.

La falta de lealtad o "semi-lealtad" (por utilizar el concepto propuesto por Juan Linz) del partido conservador con la democracia se sitúa en el polo opuesto a su reacción ante los desmanes de Nixon hace cuarenta y seis años. Los republicanos comunicaron al presidente que no le apoyarían en el impeachment y Nixon dimitió. Hoy, el apoyo republicano al trumpismo continúa siendo sólido después del 6 de enero. Solamente diez congresistas republicanos (de un total de 211) han votado a favor del impeachment y no está claro que un número suficiente de senadores del GOP vaya a votar a favor de la condena al presidente saliente.

Una consecuencia muy grave de la polarización que Trump ha intensificado es que puede derivar en posiciones justificadoras de la violencia política y en conflictos de hecho violentos. De acuerdo con el Voter Study Group (diciembre 2019), un número no desdeñable de encuestados, tanto demócratas como republicanos, justificaban un cierto uso de la violencia si su candidato perdía las elecciones. Uno de cada diez afirmaba que la violencia estaría muy justificada en caso de derrota electoral de su candidato. Por fortuna, las encuestas se equivocaron y no hemos sido testigos de una violencia generalizada derivada de la crisis política en ningún lugar del país.

Trump y el trumpismo se han servido de estrategias de comunicación online y transmisión frecuente de fake news y teorías conspiratorias por medio de redes sociales. Esta relación directa y delirante con millones de personas (88 millones en su censurada cuenta de Twitter) le ha permitido mantener el apoyo de sus seguidores a la ficción de que las elecciones del pasado noviembre fueron fraudulentas, lo que llevó en ultimo término al asalto del Capitolio.

La decisión, tardía, de las empresas tecnológicas de silenciar a Trump en redes sociales no es defendible pero seguramente era necesaria. La decisión de muchos líderes empresariales de suspender las donaciones millonarias a líderes políticos y candidatos leales a Trump y de cortar los lazos con el trumpismo y con el propio Trump ha sido adecuada. Con todo, los efectos de la deshonestidad trumpista perdurarán.

En Estados Unidos, el orden constitucional ha sido salvaguardado gracias a que muchas personas lo han defendido (jueces, funcionarios electorales, legisladores estatales), cumpliendo con sus obligaciones ante las exigencias trumpistas, y gracias a la evidencia, abundante e incontestable, de que el proceso electoral fue limpio y justo.

Es muy posible que los acontecimientos del 6 de enero tengan consecuencias tan negativas fuera del país como en la propia república estadounidense. Los enemigos de la democracia en China, en Rusia y en otros lugares han podido disfrutar con el asalto al Capitolio. Varios portavoces del gobierno chino se han apresurado a indicar a Washington que ya no tiene legitimidad moral para exigir a Pekín que respete la democracia en Hong Kong. No hay duda de que el gobierno comunista utilizará los sucesos de Washington en su estrategia permanente de adoctrinamiento de la población china en contra de los valores occidentales.

Los movimientos pro democracia en todo el mundo van a tener que enfrentarse a mayores dificultades para conseguir sus objetivos. Por otro lado, los populismos de extrema derecha en Europa y en otras regiones no van a desaparecer con la derrota electoral de Trump. El propio Trump aún no es un cadáver político y si el Senado estadounidense decidiera absolverlo probablemente lideraría la transformación del trumpismo en un movimiento más sofisticado y fortalecido, con opciones de llevar al líder supremo (o a un familiar próximo) a la Casa Blanca en 2024.

El caso Trump muestra que no hay ningún mecanismo institucional en las democracias liberales que impida un giro autoritario llevado a cabo por un gobierno debidamente elegido que observe las normas constitucionales. Este agujero en la arquitectura de la democracia que señala Adam Przeworski nos muestra la vulnerabilidad democrática en el siglo de los populismos.

US Fulbright Specialist, Senior Research Scholar en MIT y Visiting Professor London School of Economics