En 2018 fui por primera vez a un parque acuático con la familia. Íbamos asesorados. "Id pronto a hacer cola y no perdáis tiempo al entrar". El objetivo era coger unas mesas situadas en un pinar, a la sombra, y pasar un día de fiambrera y tortilla de patata. Fui con tiempo a la cola y me coloqué muy bien; tanto, que no llegué a ponerme ni nervioso. Una vez dentro, había que caminar, eso sí, unos 200 metros para llegar al pinar de marras. Iba con paso firme, pero guardando las formas, cuando una señora que venía 30 metros por detrás, lanzó a su nieta de unos diez años al grito de ¡corre! Todo digno, yo no alteré el paso...; ni siquiera al ver que otro renacuajo se me colaba, en plan fotofinish, justo cuando me disponía a dejar la nevera en una mesa. "Es mía", dijo. Pillé la penúltima. Al año siguiente se acabaron las tonterías. En la cola escuché a padres diciendo a sus hijos que saliesen corriendo como si se los llevase el demonio, pero a estas alturas yo ya tenía claro que aunque la rodilla me doliese durante ocho días, ningún mocoso de menos de catorce me iba a ganar un sprint. Y menos con estos dos codos y la asombrosa capacidad que siempre tuve para hacer segadas. Así funciona nuestra... ¿civilización? Lo único que nos faltaba es que nos dijesen que quien se quede sin mascarillas va a morir. ¡Qué pereza de coronavirus!
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