El término alcanzó notoriedad a través de la pluma del novelista inglés John Bunyan (1628-1688), autor de El progreso del peregrino, novela alegórica que pasa por ser la más leída en lengua inglesa. Pero la notoriedad de muckraker se la debe al populista y mendaz Teddy Roosevelt, vigesimosexto presidente de los Estados Unidos, cuando en 1906 arremetió contra los periodistas que metían sus narices en los abundantes casos de corrupción política, nepotismos, fraudes, engaños, cobros de cuotas, etc, etc. Nada nuevo que no conozcamos hoy. Muckraker era el hombre del rastrillo en la novela de Bunyan, y podría traducirse como el “removedor de estiércol” en los albores del siglo XX. En aquellos años, la brecha que separaba a ricos y pobres era enorme. Los nuevos ricos Rockefeller, Vanderbilt, Carnegie o el propio Randolph Hearst batían récords de prepotencia, petulancia, despotismo y mezquindaz. Un grupo de periodistas, cansados de mirar para otro lado, empezaron a hablar y sobre todo a escribir denunciando tanta podredumbre. No eran periodistas excesivamente radicales, más bien moderados, estaban obsesionados con los hechos, la objetividad, la neutralidad, la ecuanimidad, pero incluso eso molestaba al establishment. En seguida llegaron los Lincoln Steffens, Will Irwing, Nelly Bly y Upton Sinclair que intercambiaron sus escrúpulos comedidos por un periodismo valiente, de denuncia, agrio, que aguijoneó sin piedad a aquella sociedad hipócrita y fraudulenta. El periodismo pareció adormilarse con las dos guerras, convirtiéndose en colaborador necesario de los países en litigio. Hasta que en la década de los 60, un grupo de periodistas como Ralph Nader, Nicholas Cage, Seymour Herst o Tom Hayden reivindican el nuevo periodismo. Desconfían de las verdades oficiales, y se ponen a escarbar en los vicio de las instituciones. Es un periodismo comprometido y de participación. El periodismo que apareció en Euskadi y otros puntos del Estado durante la transición, pero que se ha dormido. Es hora de despertar.