Dos décadas después del tratado que puso fin a la guerra en Bosnia, la paz resultante esconde la verdad de un país encauzado sin resolver su historia ni sus problemas.
El llamado Acuerdo de Dayton, de cuya ratificación en París se han cumplido veinte años, se encontró una Bosnia Herzegovina sangrante y enfrentada y dejó un país oficialmente pacificado y unificado, compuesto por una precaria Federación de Bosnia Herzegovina (también llamada croato-musulmana) y una República Serbia de Bosnia. Esta última controlaría el 49% del país, conquistado gracias a la tristemente célebre limpieza étnica.
Dicho acuerdo (que incluía la actual constitución, que nunca ha sido ratificada en referéndum por el pueblo bosnio) debía garantizar la vertebración de un país en el que las prioridades serían la reconstrucción física y el retorno a sus hogares de las personas expulsadas por la fuerza, mayoritariamente musulmanes y en menor medida croatas. Conviene no olvidar que estas denominaciones, por muy comunes que sean, resultan equívocas pues ni todos los llamados musulmanes son creyentes ni los llamados croatas o serbios proceden de Croacia o Serbia. Pasados veinte años del fin de la guerra se han dado grandes pasos en el primer aspecto (gracias a la ayuda económica internacional), pero ninguno en el segundo.
La libertad de movimiento es ahora real, pudiéndose pasar de la Federación a la República Serbia de Bosnia como quien cruza de Bizkaia a Gipuzkoa: el viajero advertirá unos cartelones al lado de la carretera, Welcome to the Republic of Srpska, pero nada más. No hay check-points, no hay garitas, no hay fronteras internas. Visibles. Las invisibles, como su propio nombre indica, no se ven.
Los coches llevan todos el mismo sistema de matriculación (que incluye números y, salomónicamente, solo aquellas letras que son comunes a los alfabetos latino y cirílico). Los policías llevan todos el mismo uniforme, los ciudadanos se identifican con los mismos carnets de identidad y pagan con la misma moneda. El Estado bosnio cuenta con un gobierno central, un parlamento bicameral y hasta un ejército unificado y en todos los puestos fronterizos ondea la bandera, tan feísima como artificial, del triángulo y las estrellitas amarillas sobre fondo azul.
Buena parte de los políticos que en su tiempo lucharon valientemente por una Bosnia plural ahora apuestan firmemente por una subida de sueldo. Las elites políticas de todas las nacionalidades, corruptas hasta la médula, saben perfectamente que una eventual entrada en la Unión Europea supondría el fin de sus vergonzosos chiringuitos y se limitan a dosificar con cuentagotas los gestos imprescindibles para aparentar interés en lograrla, aunque en realidad la teman como a un nublado. Paradójicamente, el principal obstáculo (formal) para la entrada de Bosnia en Europa es el propio tratado de Dayton.
Su premisa de que la Presidencia de la República y la Cámara de los Pueblos debían ser compartidas por (pero sólo por) representantes de los tres pueblos constitutivos, fue recurrida con éxito ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por dos sarajevitas, uno gitano y el otro judío, que vieron perplejos que ni ellos ni sus hijos podrían llegar nunca a ser, según la constitución impuesta por Dayton, presidentes de su propio país, pese a ser tan bosnios como lo fueron sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos. Bosnia debe aceptar la sentencia del caso Sejdi?-Finci si quiere optar a entrar en la Unión Europea. Y para ello debe cambiar su constitución. Pero no puede cambiarla porque la misma emana del Tratado de Dayton que nunca fue votado por el pueblo bosnio. La inmensa mayoría de bosnios musulmanes y tal vez un número importante de sus compatriotas croatas estarían encantados con revisar (y suprimir) el Tratado de Dayton, pero los dirigentes serbios se agarran a él como a un clavo ardiendo ya que garantiza la independencia de facto de su republiquilla mafiosa y genocida.
Los ciudadanos bosnios comparten dos convencimientos que les aúnan por encima de sus diferencias nacionales: uno, que los políticos, todos, se ponen de acuerdo en que nunca hay que ponerse de acuerdo. El otro es que el mejor futuro posible para sus hijos es la emigración. Bosnia está a la cola de Europa en todo, por detrás de Albania. El paro es galopante; el infraempleo, sorprendente; la pobreza de muchos ancianos, vergonzante; y la corrupción, omnipresente. Plazas en la policía, aprobados en los exámenes, operaciones de apendicitis: todo está sujeto a la compraventa.
Buena parte de la elite política bosnio-croata, que en su tiempo apostó sin mayor rubor por la partición, ha acabado por aceptar la realidad del Estado bosnio como un mal menor (si bien no acaba de renunciar al control de una hipotética tercera entidad) por tres razones fundamentales: la República de Croacia (capital Zagreb) ha dejado meridianamente claro que las apetencias imperiales del difunto presidente Tudjman están tan enterradas como él; las zonas de mayoría católica en Bosnia (o croatas en su terminología) no tienen continuidad territorial entre sí; y el desbarajuste bosnio les permite ganar dinero a espuertas.
En cambio, los políticos serbo-bosnios cuentan con un país virtualmente independiente, étnicamente homogéneo (después de haber asesinado o expulsado a los que no formaban parte de su grupo, conviene no olvidarlo), y con una amplia frontera con Serbia (capital Belgrado). Amenazan con celebrar en 2018 un referéndum de autodeterminación. No tengo nada en contra del derecho a decidir, al contrario. Pero creo que tal derecho debiera quedar automáticamente invalidado para aquellos que han cometido genocidio. Es como si para cobrar la herencia matas a tu abuela a machetazos. Ya no puedes heredar, aunque hayan pasado 20 años. Ni podrás hacerlo nunca.
La gente ha rehecho sus vidas, mejor o peor, en áreas en las que el pueblo al que pertenecen es mayoritario y donde se sienten más seguros. Así, aunque ciertamente la inmensa mayoría ha recuperado la propiedad legal de sus viviendas, a continuación libremente las han intercambiado por otras situadas en zonas donde predomina su grupo. De esta manera, más que retorno lo que ha habido es consolidación de la limpieza étnica.
Bosnia continua siendo formalmente un Estado plurinacional, pero realmente es un país segregado en lo territorial y en lo social. La tradicional convivencia ha dado paso a la norma no escrita de que cada uno viva en su zona y así todos tranquilos. Y es preciso decir que la comunidad internacional, cuya preocupación fundamental era detener la guerra, no hizo ningún esfuerzo serio porque se produjese un retorno real a la convivencia.
El riesgo de una nueva guerra es muy remoto, ciertamente, en la medida en que los que la iniciaron (la minoría radical serbia, siguiendo las instrucciones, utilizando las armas y ayudándose de las tropas que mandaba Milosevic desde Belgrado) consiguieron sus objetivos -un país de facto independiente y étnicamente limpio- y porque los bosnios que querían mantener la convivencia plurinacional han acabado por rendirse.
Siendo voluntario de SOS Balkanes en Mostar, hace hoy 20 años, me hicieron una entrevista telefónica desde Radio Popular de Bilbao para que les describiese en directo las manifestaciones de júbilo en la calle por la firma de la paz. Comoquiera que tales celebraciones no existían, les dije la verdad: que las calles estaban como cualquier otro día. No había festejo alguno porque el pueblo bosnio no tenía nada que festejar. Un tratado que daba por buena la efectiva partición del país y que hacía imposible el retorno de los refugiados a zonas bajo control de los genocidas era visto como un mal menor, ya que ponía fin a la guerra, pero nunca como una buena noticia. El periodista, que obviamente esperaba de buena fe escuchar la descripción de una población en la calle haciéndole la ola a Dayton, no vio otra salida que dar por finalizada la comunicación rápidamente diciendo “bueno, en cualquier caso, es una buena noticia el fin de la guerra de Bosnia” al colgar el auricular.
Esa es la esencia de Dayton: una comunidad internacional feliz de que Bosnia dejase de salir en los telediarios. Dicho acuerdo no cuestionó la limpieza étnica con la remota esperanza de que tal vez el tiempo acabaría llevando las aguas a su cauce. Pero las aguas, canalizadas por los ingenieros del odio, discurren hoy por sólidos acueductos y el cauce del río está seco.
Desgraciadamente, pasados ya veinte años de la firma del Acuerdo de Dayton, parece que sólo un milagro podría hacer resurgir la convivencia plurinacional que un día caracterizó a Bosnia Herzegovina. Desgraciadamente también, hay quien dice que los milagros no existen.
Las elites políticas de todas las nacionalidades, saben perfectamente que una eventual entrada en la UE supondría el fin de sus chiringuitos
La gran asignatura pendiente de Dayton ha sido y es el retorno. De 1.200.000 bosnios que huyeron al extranjero, apenas la tercera parte ha vuelto