con su novia, Debra Dietz, las cosas no fueron mejor y mantuvo una relación turbulenta marcada por los incidentes violentos y las rupturas. Tras la última, Joseph entró en el taller familiar de Debra y mató a su padre y a ella de varios disparos. Sorprendido in fraganti, se resistió a la detención utilizando su arma y en el tiroteo acabó abatido por las balas de la policía. La fortuna y el esfuerzo de los equipos sanitarios consiguieron salvar su vida y tras varias intervenciones ingresó en prisión, fue juzgado, reconoció los hechos y fue condenado a muerte. Pasó 24 años uniformado con un buzo naranja en una prisión de Arizona, que todavía hoy mantiene la pena capital. Más de dos décadas de insoportable espera en el corredor de la muerte hasta que el pasado julio se cumplió sentencia mediante una inyección letal.
La penuria, desde hacía medio año, de algunos de los fármacos necesarios para las ejecuciones motivó que con él se ensayara una nueva mezcla compuesta de dos drogas, fáciles de obtener en el mercado americano, dosificadas quince veces por encima de lo necesario para acabar con la vida de un ser humano. El cóctel, que debía matar al reo en diez minutos de forma sosegada, no surtió el efecto terapéutico -¡que paradoja!- esperado. En su lugar, produjo una agonía de más de una hora, noventa minutos de dificultad respiratoria con jadeos y más de 600 bocanadas antes de que Wood fuera declarado oficialmente muerto. Ni la súplica de sus abogados, en un entreacto de esta interminable, bárbara y macabra ceremonia, apelando al derecho que le asistía a morir sin sufrir un castigo cruel, consiguió la piedad de las autoridades. Un argumento que sí había sido aceptado medio año antes en circunstancias similares en otro condenado, aunque la suspensión no le sirvió de mucho ya que falleció a los 30 minutos víctima de una parada cardiaca.
La de Wood era la tercera ejecución-chapuza en seis meses. Desde 1977, para la puesta en práctica de este asesinato legal a sangre fría se utilizaba una versión mejorada de la antigua tradición griega de ajusticiar humanamente con cicuta. La administración secuencial de tres drogas por vía intravenosa cumplía sobradamente con su objetivo sin producir graves estridencias estéticas; como afirmaba el inventor de la inyección letal: “ya no se mataría a los animales con más humanidad que a las personas”.
El corazón se detenía -que es de lo que se trataba- con altas dosis de potasio y, para evitar los desagradables estertores y espasmos que acompañaban a esta agonía, se paralizaban a la persona con un relajante muscular que, además, colaboraba en alcanzar la meta buscada interrumpiendo totalmente la respiración. Esta sensación consciente de no poder mover ningún músculo, incluidos los que gestionan los movimientos pulmonares, es una de las situaciones más aterradoras a las que se puede someter a un ser humano. Para evitarla, previamente se administraba un potente barbitúrico que inducía un coma profundo, el tiopental.
La fórmula funcionó más o menos ordenadamente hasta que en 2010 comenzaron los problemas. Una -calculada- rotura de stock del barbitúrico y la deslocalización a Italia de la empresa que lo fabricaba hicieron que comenzaran las dificultades de abastecimiento del fármaco indispensable en el combinado mortal. Los intentos de reemplazarlo por otros similares chocaron con la menor efectividad de los sustitutos y las rigurosas normas europeas que prohíben la venta de productos para su utilización en ejecuciones.
Grupos anti-pena de muerte y asociaciones médicas abrieron este nuevo frente presionando para que las farmacéuticas cumplieran las normas y no exportaran a los Estados Unidos sus fármacos para realizar ejecuciones. A la vez, desenmascararon el mercado ilícito del que se nutrían algunas cárceles americanas (el mayor centro de exportación ilegal estuvo radicado en la oficina de una autoescuela en Londres).
Finalmente, en 2013, las reservas de inyecciones letales convencionales se agotaron. Ninguna farmacéutica europea permitía el uso de sus especialidades para la realización de esta venganza social ya que comprendieron que si sus productos se utilizaban para matar su marca se deterioraría y -lo que verdaderamente les importaba- las autoridades acabarían prohibiendo totalmente su exportación ya fuera para inducir el sueño antes de una intervención quirúrgica o para producir la muerte de condenados.
Al contratiempo del desabastecimiento se sumó la escasez de personal sanitario dispuesto a ejercer de verdugo, lo que en muchas ocasiones obligó a recurrir a personas con nula formación en el ámbito de la salud. El preciso y aséptico acceso venoso para la administración de las inyecciones letales acabó convirtiéndose en una escabechina. En el año 2013, en nueve de los catorce casos en los que se trató de inyectar, se falló.
Sin embargo, era preciso seguir ajusticiando. Más de 3.000 personas estaban inscritas en la insoportable lista de espera llamada corredor de la muerte y un 62% de la población de Estados Unidos era favorable a la práctica. Las prisiones tuvieron que improvisar otras mezclas de fármacos de efectos supuestamente equivalentes, ocurriendo estrepitosos fallos como el de Wood y otros tres reos.
Para evitar nuevos errores, algunos Estados están aprobando leyes que retoman métodos menos humanos de liquidación. Utah acaba de autorizar que, mientras no se disponga de una inyección letal segura y eficaz, se utilice el fusilamiento. El camino esta marcado; si nada lo remedia, volveremos al ahorcamiento, la cámara de gas o la silla eléctrica, menos humanas pero mucho más fáciles de llevar a cabo.
Si deseamos de verdad humanizar la pena de muerte debemos luchar por su abolición. La batalla por entorpecer las ejecuciones y las estrategias informativas de los movimientos abolicionistas están dando frutos. En Estados Unidos, cada vez se sentencia menos a muerte y se ejecuta menos. La opinión pública americana ha cambiado y ya más de un 30% es contraria a la pena capital. La crisis económica ha contribuido: un reo permanece en el corredor de la muerte entre 15 y 20 años con un coste de tres millones de dólares al año, tres veces más que uno condenado a cadena perpetua. Los avances científicos mostrados en las series policiales han puesto en evidencia que la justicia no es infalible y que los errores judiciales pueden corregirse abriendo la puerta de la celda, pero no tienen solución al abrir la puerta del frigorífico del depósito de cadáveres.
Afortunadamente, un 77% de la juventud vasca está en contra de la pena de muerte. Sin embargo, un 16% se muestra a favor. Una cifra que, aunque alejada del 40% de media del Estado, ha crecido de forma alarmante en los últimos años y nos obliga a reflexionar sobre sus causas y a trabajar para corregirlas. Nuestros esfuerzos deben centrarse en educar en el respeto a la vida humana, mostrando que el Estado y la sociedad también lo hacen; explicando que la pena de muerte carece de efecto disuasorio y que es capaz de aumentar la criminalidad; aclarando que no repara el daño causado y transmitiendo que el objetivo no es la venganza sino la justicia, la reinserción y la reeducación. Unos objetivos que parecen haber olvidado los partidos mayoritarios en Madrid que acaban de aprobar el restablecimiento de la cadena perpetua -prisión permanente revisable-, un grave paso atrás si, como en el caso de la pena de muerte, aspiramos a una justicia no vengativa.