cUANDO mi hijo mayor tenía cuatro o cinco años, tuvimos un buen follón en la ikastola, de esos que movilizan al claustro, a padres, madres y demás parientes, y al Ararteko si se hubiera terciado. La cosa es que en la gela había un niño que había cogido la manía de pegar y pedir perdón. Zas, barkatu! Zas, barkatu!... y así todo el santo día. Viendo que las advertencias no daban resultado, la andereño Mari Karmen, a punto de jubilarse, curtida en mil batallas y, ante todo, una excelente pedagoga, optó entonces por darle una torta al chaval (pequeña, pero al fin y al cabo, una torta) y hacer luego lo que hacía él, es decir, pedirle perdón. La andereño nos contó en la bilera que quería hacerle ver al niño que el perdón no vale de nada si no lleva consigo el arrepentimiento y la voluntad de no volver a hacer lo mismo pero a los padres del protagonista no les sirvió de mucho la explicación y le cambiaron de centro a mitad de curso. Pues bien, lo que nos pasó entonces está empezando a pasar en la vida política e institucional de nuestro tiempo. Pedir perdón se ha convertido en el pasaporte de impunidad de todo cargo y político pillado en renuncio y, de tanto generalizarse, corre el riesgo de que pierda su efecto. Dígase el rey, Barcina o el Papa. Pero con una salvedad. Cuando se está ahí arriba, el arrepentimiento no solo debería conllevar retórica sino hechos, se llame cese, dimisión o abdicación. Quizá por eso, hay todavía algunos que se niegan a pedir perdón por el daño causado, a buen seguro porque saben que tras pronunciarlo no queda otra que reconocer que aquello que hicieron estuvo, simple y llanamente, mal.