La primera vez que oí hablar de los agujeros negros fue bajo un cielo estrellado en el lago de Sanabria. Era una noche de agosto, aunque yo prestaba más atención a los ojos verdes y labios carnosos que me lo contaban que a todas las estrellas que marcaban la Vía Láctea (pero eso es otra historia), otro de los misterios del universo. Los agujeros negros son esas regiones en el espacio-tiempo sideral donde la gravedad es tan intensa que nada, ni siquiera la luz, puede liberarse de su atracción. Es una gran concentración de materia en un volumen extremadamente pequeño, donde la gravedad es tan intensa que nada, ni siquiera la luz, puede escapar.

Esto ocurre cuando una gran cantidad de materia se concentra en un volumen extremadamente reducido. Aunque su existencia teórica se remonta al siglo XVII, fue solo en el siglo XX, apoyándose en la teoría de la relatividad de Einstein, que fue posible demostrarla. Según los físicos, es el colapso sobre sí mismas de grandes estrellas lo que daría lugar a los agujeros negros. Por otra parte, lo que conseguimos ver o percibir es solo una ínfima parte del universo, ya que la materia y la energía oscura constituyen el 95 % del mismo. Eso dicen los astrónomos.

Los físicos afirman también que en el universo existe la antimateria, todo aquello que no vemos y que, sin embargo, existe. Los experimentos físicos, desde hace ya muchas décadas, han podido demostrar su existencia. Así, a un electrón le correspondería un positrón, y a otras partículas, sus antipartículas. El Centro de Investigaciones de Física en Ginebra, con su acelerador de partículas (CERN), además de haber creado la web –posiblemente su éxito colateral más visible–, también logró crear partículas de antihidrógeno allá por los años 90. E incluso han llegado a almacenar antimateria. Cuando la antimateria y la materia se encuentran, colisionan, se destruyen mutuamente y se produce una gran descarga de energía. Es como un yin-yang a escala universal, solo que en vez de equilibrio espiritual, se desencadena energía.

El universo es tan denso y complejo que cada descubrimiento nos llena de perplejidad. La confirmación de la teoría de la relatividad de Einstein con la detección de las ondas gravitacionales en 2015 fue un hito histórico. Aunque teóricamente estaban descritas, nadie había podido demostrar su existencia. Según las teorías aceptadas, las ondas gravitacionales serían el resultado de colisiones y eventos masivos que ocurren en el espacio. Incluso se ha teorizado que algunas serían el resultado del Big Bang y que estarían ahí, viajando a la velocidad de la luz en un espacio donde no existe el tiempo. Más recientemente, los expertos en astronomía han demostrado que los neutrinos venidos del espacio circulan por las aguas del Mediterráneo entremezclados con los microplásticos, que son como ladrones de cuerpos, amenazando nuestra existencia. El macrocosmos circulando por el microcosmos, en ese mare nostrum. Y si están ahí, no hay razón para no pensar que estén también en otros océanos. Pero estas partículas que no vemos, aunque somos capaces de demostrar su existencia, no inquietan tanto como los asteroides que visitan la órbita terrestre y amenazan con colisionar con la Tierra, con un 2,5 % de probabilidades en los próximos diez años. Nos gustan las catástrofes potenciales, el miedo, la amenaza permanente.

En el universo de la política, que nos atañe más directamente, existen algunos agujeros negros bastante visibles que dominan los medios de comunicación y todo ese universo paralelo que pretende crear el metaverso. Estos agujeros negros no solo quieren acaparar toda la energía, sino también todo el poder. En política internacional no hay muchos, pero son bien visibles.

Por otra parte, todavía podemos sentir las olas gravitacionales de las colisiones entre ideologías enfrentadas en el siglo pasado, que fueron las causantes de la Segunda Guerra Mundial. Y ya sabemos las consecuencias. A nivel de la península ibérica, la Guerra Civil de 1936 a 1939 sigue todavía generando también esas olas que circulan una y otra vez por la política española.

Estas ideologías perduran hoy y parecen renacer con más fuerza, pudiéndose observar cómo se han propagado como las ondas expansivas en el agua de un estanque cuando se deja caer una piedra. Comienzan a llegar al poder y a asentarse en algunos gobiernos sin ocultar sus intenciones.

Los medios de comunicación tradicionales –prensa, radio y televisión– han perdido poder e influencia, y los medios que usan la web para diseminar información de todo tipo están al alza. Según algunos estudios, más de la mitad de los jóvenes se informan sobre la situación política y social a través de plataformas como TikTok, Facebook, X, etc. Los que ahora llaman influencers actúan como periodistas y expertos en política nacional o internacional, vociferando sus opiniones. Son ruidosos, nos envían los mensajes que los líderes quieren que oigamos hasta la saciedad: es el mundo visible. Hay que indagar y hacer un esfuerzo considerable para escapar de estas redes.

En política, muchas de las medidas, leyes, decretos, regulaciones y decisiones se anuncian con bombo y platillo, y a veces con mucha pompa y circunstancia. Todo en función del mercado y del resultado de las encuestas de opinión, cada vez menos fiables, pero que a veces parecen ser el faro que guía a los políticos, con frecuencia más interesados en conservar el poder. Pero existen muchas otras acciones llevadas a cabo por los gobiernos, los legisladores o los partidos políticos que pertenecen al mundo de lo invisible, de las que no sabemos nada, y que tienen grandes repercusiones. Valga recordar el encuentro secreto, el 20 de febrero de 1933, entre A. Hitler y los industriales más poderosos de Alemania, que Éric Vuillard describe muy bien en su libro El orden del día. No dio lugar a un agujero negro, sino a la financiación del partido nazi que aupó a Hitler a la cancillería de Alemania.

Vivimos en un mundo donde lo visible, a veces, oculta la verdad de las cosas, y donde lo invisible tiene más poder y afecta más a nuestras vidas que lo que vemos, aunque, como las olas gravitacionales, tarde un tiempo en llegarnos. Vivimos y somos partículas elementales dentro de nuestro propio universo y, como bien decía con su cinismo M. Houellebecq en el epílogo de su novela Las partículas elementales:

“Esa especie dolorosa y mezquina, apenas diferente del mono, que sin embargo tenía tantas aspiraciones nobles. Esa especie torturada, contradictoria, individualista y belicosa, de un egoísmo ilimitado, capaz a veces de explosiones de violencia inauditas, pero que no dejó nunca de creer en la bondad y en el amor”.

Los agujeros negros tienen grandes ambiciones y hemos visto cómo se acercan más y más a los poderes religiosos, como los antiguos monarcas de la Edad Media, que se creían sus representantes y, con esa disculpa, justificaban su poder absoluto. No sabemos todavía si los agujeros negros van a colisionar, fundirse o si llegará el asteroide antes de tiempo.

Esa permanente ambición humana de creerse un dios persiste en nuestros días y, mientras unos quieren crear el paraíso en la Tierra, otros nos venden el sueño de vivir en Marte. Quieren ser capaces de crear, no solo de copiar. Pero, como decía Friedrich Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona.”

Y ahí estamos: entre el mundo visible y el invisible que gobierna nuestras vidas; la materia de nuestro cuerpo y la antimateria que, poco a poco, con la ayuda del tiempo, nos va destruyendo; atraídos por los agujeros negros; sufriendo todavía el impacto de las ondas gravitacionales de la historia; tratando de escapar a su influencia, y soñando con ser un neutrino libre viajando por el fondo del mar mientras cultivamos nuestro jardín.