Cuando muchos de nosotros aún íbamos a la escuela, nos tocó estudiar la caída del Imperio Romano, sin que nos quedara muy claro cómo podía ser que la potencia militar que había conquistado tantas partes del mundo, construido carreteras, monumentos y llevado su sistema organizativo y de gobierno a tantos lugares, pudiera caer ente unas hordas mal preparadas y con una cultura muy inferior.

Otros imperios desaparecieron también, antes y después, como el ateniense, el otomano, el soviético, el británico o el que nos cae mucho más cerca, el de Su Majestad Católica de las Españas. Los libros de historia dan diversas explicaciones en todos estos casos y en general nos quedamos con la versión que más nos satisface, o más lógica nos parece.

Ahora, aunque es imposible tener una perspectiva histórica del acontecer presente, podríamos estar ante la disolución de otro imperio, el norteamericano que ha estado al frente del mundo desde hace poco más de un siglo y que tiene ahora la mayor riqueza y adelantos técnicos, además de unas fuerzas armadas superiores a la totalidad del mundo restante.

En estas circunstancias, el país está teóricamente protegido de cualquier riesgo extranjero, pero tal vez el peligro para su hegemonía no está fuera sino dentro de su propia sociedad.

Estados Unidos no se define a sí mismo como un imperio, por mucho que el resto del mundo hable a menudo del “imperialismo” al referirse a la política dirigida desde Washington, pero su poder es semejante al de otros imperios de la Historia y su posición en el mundo lidera tanto en el terreno económico, como científico y militar.

Pero la sociedad norteamericana parece haber perdido la confianza en sí misma y su sentido de identidad. La inmigración, que siempre ha sido necesaria en este país desde que desembarcaron los primeros colonos, sigue siéndolo también hoy, pero llega con tanta intensidad que amenaza la seguridad y estabilidad de los lugares en que se concentra, además de la identidad de la sociedad norteamericana.

Para algunos –o quizá muchos– esta identidad tiene poco valor, pero otros creen que semejante actitud puede ayudar a destruir la sociedad que convirtió al país en imperio. Desde que Joe Biden es presidente, han entrado ilegalmente en Estados Unidos nada menos que seis millones largos de inmigrantes de todas partes del mundo en menos de tres años.

En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, igual que en otras áreas que se han declarado protectoras de la inmigración ilegal, muchos hoteles están a tope con los inmigrantes, cuya factura pagan los contribuyentes del lugar, un gasto al que se añaden la enseñanza y los cuidados médicos gratuitos para estos recién llegados, pero muy caros para el ciudadano norteamericano.

Pero quizá más que el influjo de personas que hablan otra lengua y piensan en otras estructuras, el peligro para que Estados Unidos mantenga su identidad y liderazgo está en la sociedad norteamericana, que aprecia cada vez menos su historia e instituciones, hasta el punto de que muchos de sus detractores son legisladores o miembros de las diversas administraciones, ya sea federal o estatal.

También hay un retroceso económico: el país sigue siendo el más rico del mundo, pero industrias como el automóvil o la informática se van quedando a la zaga, mientras que el nivel de educación está muy por detrás de casi todo el resto del mundo industrializado.

Y sus ciudades emblemáticas sufren una decadencia evidente: San Francisco, la joya de la costa pacífica, luce en sus calles a personajes que viven en tiendas de campaña y defecan en público, mientras que Nueva York está viviendo un éxodo ante la decadencia de la ciudad.

De momento, sus universidades de élite son un imán internacionalmente, pero su prestigio puede quedar desdorado ante las nuevas corrientes que desvían el interés de los estudiantes hacia cuestiones de tipo moral y social, lejos de las asignaturas tradicionales. Cabe preguntarse qué familias decidirán gastar cientos de miles de dólares para que sus retoños se dediquen a explorar las tensiones raciales y sexuales de la sociedad norteamericana… e importen sus excentricidades a sus respectivos países de origen.

La gran esperanza para la continuidad de la hegemonía norteamericana tal vez esté en la capacidad de romper con sus moldes: el país ha tenido en su relativamente breve historia crisis financieras importantes que afectaron despiadadamente a grandes sectores de su población, hasta abrir una nueva era. Y tal vez repitan su historia con una nueva crisis, como la que sacudió al país hace casi un siglo, en 1929. Pero esta vez, el daño no se limitaría a su vasto territorio entre dos océanos, sino que afectaría por lo menos a todo el mundo que por sus estructuras económicas llamamos “occidental” y que forma parte de amplias alianzas bajo diversas siglas, lideradas por Estados Unidos.