Era julio. 37 grados centígrados, y una atmósfera sofocante, sin una brizna de aire. Mediodía de comunión en una de las seis capitales vascas. Fui vestido con sandalias, pantalones cortos blancos y polo negro, según el criterio profundo de la elegancia natural. Sobreviví ralamente a la cáustica mirada de la madre de la criatura, y a la manifiesta acritud del resto. Lo mío era una “patente falta de respecto”.

Durante la misa, algunos se quedaron fuera hablando de esta informalidad, y la mayoría de los que entraron no sabían de qué había hablado el sacerdote ni cuáles o sobre qué trataban las lecturas. La comida se servía en un restaurante situado a unos veinte minutos andando. Sólo dos de los asistentes pudimos ir a pie, acompañados de un montón de críos. El resto no llevaba “zapatos de andar”. Fueron llegando al restaurante en una cadena de taxis. Pensando en estas cosas, cuesta creer en la racionalidad humana.

Si bien no estaba inscrito en las reglas del Congreso y carecía de una lista específica de prendas de vestir reglamentarias, el Senado de los Estados Unidos tenía un código de etiqueta. El sargento de armas de la Cámara hacía cumplir “la expectativa tácita” de que los senadores se vistieran “profesionalmente” mientras estaban en el hemiciclo. La convención exigía el uso de trajes, camisas de manga larga, corbatas… o uniforme militar.

La historia de la etiqueta del Senado es intrigante. Hasta 1993 no se permitió a las mujeres usar pantalones, y ese mismo año se construyó el primer baño para mujeres. En 2017, tras agrias protestas, se acordaron las reglas “para permitir vestidos de manga corta y zapatos abiertos” a las mujeres en la Cámara de Representantes, y tras dos años de debate, el Senado aceptó que las mujeres pueden llevar pantalones.

Beverly Hart, que pasó de ser una ayudante no remunerada a convertirse en asistente legislativa en cinco años, entiende que las tendencias de los senadores y su personal coinciden con los prejuicios generacionales y de género. Según ella, sigue siendo fácil adivinar a qué partido pertenecen los políticos que recorren los pasillos según el tamaño de su corbata. “Era obvio… en las oficinas azules predominaban los mocasines y en las rojas los tacones”.

Según algunos medios, la iniciativa de Schumer se debe al intento de acomodar las reglas al senador demócrata de Pensilvania John Fetterman, “conocido por su estilo informal”, ya que viste pantalones cortos de baloncesto y sudaderas con capucha. Algunos senadores han optado por renunciar al uniformismo y la incomodidad, mientras que otros se han comprometido a “defender” el código “tradicional” porque –argumentan– es un ejemplo de la antigua relación entre la forma de vestir y la política, que se remonta a la Edad Media. No estoy de acuerdo, mucho antes, ya en Mesopotamia los seres humanos sabían hacer el ridículo. Es algo inmanente a lo que algunos llaman naturaleza “racional” humana. La senadora republicana de Maine Susan Collins defendió que “vestir adecuadamente” da un sentido de dignidad al Senado y enfatizó que “dejar a la gente vestir como quiera desacredita la institución” que –entiendo yo– se caracteriza por el contraste y debate de ideas distintas; terminó su brillante intervención declarando irónicamente que estaba considerando ir en bikini.

El gobernador republicano de Florida Ron DeSantis expresó su absoluta oposición a lo que considera “una falta de respeto hacia el Senado” y criticó que la “relajación” de la etiqueta no refleja los estándares de “compostura” de la institución. Fetterman ha respondido que él viste como DeSantis hace política.

El arco demócrata aboga por otorgar mayor libertad y menor uniformidad a la forma de representar al pueblo. La atención debería centrarse en el fondo y significado de los debates y no en el número de botones que “debe tener” la blusa de una mujer.

El senador demócrata Sherrod Brown, de Ohio, destacó la inconsistencia del código que se aplica únicamente a los senadores y no al personal del Senado que trabaja en la Cámara. Una cosa es clara, ni los trajes ni las mangas largas han demostrado producir soluciones legislativas más efectivas.

Sinónimo de seriedad

En suma, según la minoría republicana el mero hecho de exhibir una corbata o tacones es sinónimo de seriedad, respeto, dignidad y distinción. Todo ello rubricado por el eterno adagio de “es necesario que todo lo que deba ser sea, y lo que no pueda ser no sea”. El problema es quién dictamina qué “debe ser” y qué “no puede ser” erigiéndose en jueces de una cuestión radicalmente subjetiva. Solo cuando se den cuenta de que los votantes más jóvenes se inclinan por candidatos con sudadera dejarán muchos republicanos de anudarse cintas al cuello.

En favor de la corbata se ha argumentado que es un signo de “profesionalismo” y “seriedad” en el trabajo. Entiendo que un buzo lleve escafandra, que un médico lleve bata, o que un guarda forestal calce botas, pero nunca entenderé cuál es la necesidad profesional de anudarse una corbata, ni por qué una persona en un traje es más seria que alguien en vaqueros y chaleco. Los senadores son representantes del pueblo y deben mostrar su respeto por la institución y los electores a los que sirven de muchas formas, que nada tienen nada que ver con su armario ropero.

Compañías aéreas como Eastern Airlines y Pan Am impusieron “normas de modestia” que exigían que los pasajeros se vistieran “debidamente”. Pantalones cortos, blusas sin mangas y sandalias fueron prohibidos. Se aconsejaba que las mujeres vistieran de forma “modesta y elegante” con trajes largos y se desaconsejaron totalmente los pantalones.

Muchos consideraban que otras formas de vestir perjudicaban la imagen de los vuelos intercontinentales. Pero en la década de los 60, algunas aerolíneas tuvieron que restringir el uso del “elegante” tacón de aguja debido a que podía dañar el suelo de la cabina. La cultura Pop con sus jeans, camisetas y playeras derrumbó el tabú, y 50 años después volamos “con lo puesto”.

Según cualquier diccionario, incluso según el de la RAE, el propósito de una chaqueta es abrigar. Por tanto, no tiene mucho sentido usar traje cuando hacer calor. La corbata se define como “una prenda principalmente masculina” considerada “indispensable” en ambientes “formales”. Masculina, indispensable y formal o no, en esencia no es más que un nudo en la garganta. Debería usarla quien tenga frío o haya perdido el último botón de la camisa. Pero pretender imponer o prohibir el uso de ciertas prendas, o regular las medidas y el número de botones de un escote es un tipo de cruzada basado en criterios subjetivos, ilógicos, y peligrosamente moralistas.

Normas establecidas

La expectativa de que todos nos ajustemos a normas establecidas por quienes han decidido erigirse en “elegantes” porque se atan un nudo al cuello es un vacuo intento de imponer prejuicios perecederos al resto de la humanidad. Posiblemente la decisión del Senado va a talar muchos tacones mentales.

Hay otros ejemplos. Siempre me han llamado la atención los jueces y abogados ingleses, que en el curso de sus formales procedimientos legales lucen sus imperiales peluquines de pelo de caballo con rizos blancos. No pondré en cuestión la relevancia de dicha tradición histórica, pero surge la duda de si la peluca realmente mejora la capacidad profesional y el criterio jurídico de un juez.