El 9 de noviembre de 1989 cae el Muro de Berlín y en su colapso arrastra todo un sistema, el comunista, que había regido con puño de hierro la mitad oriental de Europa desde el final de la II Guerra Mundial y que había dado lugar a un orden mundial perfectamente bipolar.

Ese paradigma bipolar de las relaciones internacionales presentaba unas formas y unos contornos claros. Era, usando la dialéctica marxista, la plasmación perfecta de la tesis del materialismo histórico: una confrontación de fuerzas, de modelos y de sistemas.

Como dice el historiador británico Tony Judt (1948-2010) en su libro Algo va mal: “Al menos hasta 1989 en principio era posible creer que la historia avanzaba en direcciones que se podían averiguar y que -para bien o para mal- el comunismo representaba la culminación de una de esas trayectorias”.

Como fichas de dominó fueron cayendo los regímenes comunistas de la RDA, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria (tan ortodoxa esta en su rol que llegó a ser conocida como la decimosexta república de la URSS) o Rumanía. Este último tras una revolución que costó vidas e hizo fluir ríos de propaganda en una época en la que aún no se conocía el concepto fake news pero sí su uso, tan viejo como la humanidad, y que concluye con un juicio-farsa al dictador Nicolae Ceaucescu y su esposa, Elena, quienes fueron fusilados el día de Navidad de 1989.

En esas circunstancias la URSS ya estaba condenada prácticamente a la desaparición o a reinventarse, algo que intentó el último líder del país, Mijail Gorbachov, con sus políticas de glasnost y perestroika. De nuevo en términos marxistas, suponían una negación de la misma esencia soviética, pues planteaban un contrafuero dialéctico: la transparencia y la apertura de un sistema que, por definición, estaba concebido para ser opaco y hermético.

Hasta 1991, “se vivía en un mundo peligroso con la espada de Damocles de un enfrentamiento nuclear. Era un mundo peligroso, pero previsible. Ahora, en cambio, vivimos en un mundo mucho más volátil”, explica el coronel retirado Pedro Baños, experto en seguridad y geopolítica.

Evidentemente, los estrategas de Washington comprendieron que su país tenía todos los recursos y herramientas para configurar un mundo nuevo acorde con sus intereses. Consideraban que EEUU tenía la fuerza militar, la potencia económica y la autoridad (moral y sobre todo política) para dotar de una forma homogénea al naciente panorama. Sin embargo, esos estrategas fracasaron de manera estrepitosa en sus cálculos.

En 1992, el politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama escribe una obra El fin de la historia y el último hombre, en la que defiende que la historia, entendida como la confrontación hegeliana de contrarios y de modelos económicos y políticos opuestos, ha terminado con la desaparición de la Unión Soviética y del comunismo como sistema de referencia.

Ahora, sostenía Fukuyama en su libro, el mundo se va a regir en su totalidad por el liberalismo capitalista, el único sistema que ha sobrevivido a esta lucha de contrarios, de la que además ha salido plenamente reforzado. La historia, venía a decir, tal y como la conocíamos en términos dialécticos, había concluido.

Sin embargo, la misma historia (que, en definitiva, no es sino una sucesión de realidades presentes que se estudian a posteriori) desmintió al politólogo estadounidense, cuyas tesis eran tan interesantes como endebles.

El error de Fukuyama fue dar por sentado algo que todavía estaba en agraz; considerar inamovible algo que estaba cambiando o que podía cambiar; no tener en consideración que, tras un terremoto de la magnitud geopolítica como el que supuso la caída del comunismo, las placas tectónicas del orden mundial iban a experimentar nuevas sacudidas hasta volver a acomodarse, situación en la que estamos inmersos hoy.

EEUU, en particular, y Occidente, en general, no previeron que el mundo poscomunista tenía que ser forzosamente distinto, y que era absolutamente necesario poner en marcha planes alternativos para afianzar el capitalismo en los antiguos países comunistas, que, en ningún caso, debían ser ya enemigos, sino aliados.

En otras palabras, si se quería pasar de un mundo bipolar a otro unipolar y hegemónico, era necesario moverse rápido, con estrategias concretas, algo que Washington no atinó a realizar, o, al menos, no con la eficiencia que habría cabido esperar, como sí hizo al término de la II Guerra Mundial con el Plan Marshall.

“No vimos venir” la caída del Muro de Berlín, “como no vimos venir la caída de la URSS o la Primavera Árabe. En Europa, Francia reaccionó con miedo ante la reunificación alemana”, comenta el embajador de España y exdirector general del CNI Jorge Dezcallar.

Como dice Baños: “EEUU se durmió en los laureles y, con la llegada al poder de Putin en el 2000, Rusia se ha convertido en un contrincante muy serio”.

“El mundo ha cambiado radicalmente. Hemos pasado de un mundo bipolar a un ligero período de hegemonía norteamericana y luego a un período de multilateralismo que Trump se está llevando velozmente por delante”, agrega Dezcallar. Y ello, subraya, “en favor de un multipolarismo basado en el nacionalismo, el proteccionismo y la tensión entre países y bloques de países”, mediante “guerras comerciales”.

A juicio de Dezcallar, “vamos a un mundo multipolar muy incómodo a corto plazo. Se cae como un castillo de naipes toda la estructura institucional forjada en 1945 (FMI, BM, Consejo de Seguridad de la ONU), cuya legitimidad y representatividad se discute ”, concluye.