Escribo esta esquina de la página acompasado –involuntariamente, por si hay que precisarlo– del ruido de petardos. Es la versión absurda de Nochevieja sin cambiar de nada: mucho alboroto por una fiesta importada mientras el resto intenta(mos) seguir con la faena. Ya sabe usted cómo va esto, empezó colándose en las series Made in USA, luego en la sección de gominolas del súper, se unieron las tiendas de disfraces y ya lo sufrimos al completo. Hay barrios, lo sabrá usted, en los que la chavalería incluso llama a tu puerta pensando que vive en Wisteria Lane reclamándote los chuches, que decía Rajoy. Desconozco si ha entrado ya en vigor lo de lanzarte rollos de papel del váter si te pillan sin azúcar en un lugar en los que la inmensa mayoría de los curritos no tenemos adosado ni jardín. Y ahora, por lo que sea, se han unido los petardos, que llevan toda la tarde atronando por aquí. Que igual me dice usted que ya es cosa de otros años, pero como tiendo a olvidar las pesadillas hoy me ha sonado a nuevo. He salido y he visto mucha chavalería disfrazada cargada con un arsenal con el que podrían volar la caja fuerte de un banco, aunque quizás se conformen con lanzarlos al suelo, al aire y ojalá no contra nadie. El puto Halloween ha llegado.