Seguimos a vueltas con Donald Trump y su aspiración de convertirse en Premio Nobel de la Paz. En este mundo frenético en el que vivimos, lo que hoy es noticia mañana se ha olvidado, pero conviene detenerse de vez en cuando, respirar, e insistir sobre las barbaridades que vamos normalizando.
Resulta aterrador pensar que cualquier escolar pueda convertir hoy a Trump en el espejo en el que mirarse, seducido por un personaje que, al fin y al cabo, consigue casi siempre lo que quiere. A estas alturas sabemos que no es precisamente un referente moral el tipo.
Pese a ello, sus formas, sus mensajes y las ideas que transmite se van instalando en el imaginario colectivo. Lo sorprendente es la obediencia ciega a este narcisista extremo que tiene una imagen del yo grandiosa y carece de empatía hacia los demás. Todo el mundo parece rendirse a los pies de quien ha hecho del chantaje su razón de ser, y que está poniendo en riesgo derechos que hasta ahora considerábamos logros sociales.
El “pacificador” ha firmado órdenes para aplicar la pena de muerte, como ha ocurrido en Washington D.C, ha despreciado la salud pública mundial con la retirada de Estados Unidos de la OMS y se pasa por el forro el cambio climático. Que haya sido un serio candidato al Nobel deja en muy mal lugar a la especie humana.