No sabemos a cuánto ha estado Donald Trump de recibir el Premio Nobel de la Paz, una posibilidad que había entrado en las quinielas previas, pese a que su candidatura representa todo lo contrario de lo que se le supone a este galardón. No hay que descartarlo para la edición del año que viene si el inesperado acuerdo que ha fraguado el presidente estadounidense avanza en buena dirección y, quién sabe, si no será el primer paso para una solución global del conflicto entre Israel y Palestina.
Todo es muy prematuro aún y toca aferrarse al alivio que el acuerdo firmado en Egipto supone para los habitantes de la Franja y los familiares de los secuestrados por Hamás. A partir de ahí, habrá qué ir comprobando si las esperanzas abiertas están justificadas y si detrás existe una auténtica voluntad de solución, que necesariamente debería pasar por la fórmula de los dos estados.
Cuesta asimilar el triunfo de Trump, que parece haber aplicado las artes gansteriles de la amenaza y la coacción, amparado en el formidable poder de Estados Unidos, para someter a Hamás y a Netanyahu para que acepten su fórmula pacificadora.
El modelo de resolución del conflicto de Trump ha sido fiel a sus maneras extravagantes y autoritarias de gobernar, un patrón que creará escuela. Todo lo contrario que la ONU y Europa, en particular la Unión Europea, reducidos a simples espectadores.