El cine evoca sensaciones diferentes a cada persona. Mis primeros recuerdos son esas cintas de VHS con películas infantiles que veía una y otra vez cuando era un niño. Pero sobre todo, desde que era pequeño hasta ahora, es el ir a una sala a oscuras, tragarme veinte minutos de anuncios y tratar de calcular a qué hora voy a salir de allí sumando la publicidad al tiempo de la película. Lo mejor siempre son esos momentos en que parece que la pantalla está solo para ti, cuando un filme logra que conectes de tal forma que ya nada será igual al salir. Guardo con mucho cariño los recuerdos de momentos casi reveladores, en salas con olor a palomitas y con el sonido de tos de algún fumador detrás de mí. Eso no se debe perder nunca, porque la experiencia de vivir en comunión silenciosa, o casi, lo que un director o directora nos quiere contar mantiene unida una sociedad cada vez más individualista. Y el cine se vive mejor en compañía; en mi caso la mayor parte de visitas al cine es con mi madre, con quien tras la película puedo comentar o debatir si se ha acertado de pleno al elegir qué ver o si, por el contrario, hemos tenido que activar la luz del reloj de muñeca para determinar cuánto rato queda hasta el final. Pero incluso fallando el cine siempre es una buena idea.