Hace casi dos años leí en el medio catalán Vilaweb un artículo titulado Morir-se en català. En él, Carme Junyent, una famosa lingüista, explicaba los últimos días de su vida las dificultades que estaba teniendo para comunicarse en su idioma con los distintos servicios que le ofrecían las administraciones. Ella demandaba algo tan básico como lógico, poder usar tu lengua en lo más duro que se puede vivir, precisamente el final de la vida. Que algo así no esté garantizado en un sistema donde legalmente dos idiomas conviven en igualdad dice mucho. Yo, que me expreso mejor en castellano porque es mi primera lengua, nunca voy a tener que pelear para poder ser atendido en ese idioma si así lo pido, lo cual es profundamente injusto. Recientemente, aquí en Donostia, se pudo vivir una falta de derechos similar, en este caso tras el fallecimiento. El suegro de mi hermano, Imanol, pidió que su funeral fuera únicamente en euskera. Sin embargo, el párroco de la iglesia de Gros se negó alegando que algunos feligreses no entendían el idioma. Evidentemente, si su deseo hubiera sido que la misa fuera impartida en castellano no hubiera puesto pegas. En 2025, en una sociedad supuestamente bilingüe, aún hay que ver cómo ni en la muerte se puede vivir en euskera. Y eso es algo que nos incumbe a todas las personas de Euskal Herria, independientemente de nuestra lengua materna.
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