Había escrito una columna contando cómo la rápida reinstauración de la red eléctrica en Gipuzkoa después del apagón había frustrado mi sueño de pasar el día tirado en el sillón, pero no me salió muy graciosa. En el cuaderno de descartes quedan aforismos cuestionables como “La electricidad nos ha hecho luz de gas”, “El Gobierno anda corto de luces”, “Es tiempo de poner las luces largas en materia de soberanía eléctrica”, “Un Estado, a dos velas”... No estaba muy iluminado, que se diga (“Ba Dum Tss!”). Y es que los periodistas también sufrimos apagones, de bombillas, de ideas y de idearios. A Vallín le echaron de La Vanguardia por desearle a un troll –anónimo pero valenciano– que se suicidase efectuando “una dana doméstica”. Público acaba de prescindir de las columnas de la activista feminista conocida como Barbijaputa después de que esta denunciase en redes la demora en la publicación de su más reciente artículo, en el que se posicionaba a favor de la decisión de Reino Unido de designar a las “mujeres” según el sexo biológico. Y hasta a Savater le largaron en su día de El País tras 47 años dando la chapa. En estas me suelo acordar de El Mundo de Javier Ortiz y de la premisa de que al lector hay que ofrecerle todas las opiniones, las que le reafirman y las diametralmente opuestas, por si le iluminan. Eso es lo único lúcido que garantiza el éxito y refuerza la democracia. Me llamarán idealista. Y yo acepto el insulto ante un futuro más oscuro que brillante.
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