Todos defendemos la libertad de expresión hasta que algo nos resulta ofensivo. Este desacierto surge de la confusión entre el objeto –lo que se ha dicho– y el sujeto –nosotros–. Por eso insisto en que las palabras son solo palabras y que, como toda ficción, tienen el poder que queramos otorgarles. Si algún imbécil dice una imbecilidad, el ciudadano debe demostrar su madurez al reconocer la estupidez en cuestión. Si esa imbecilidad es delito, para eso está la Justicia. Y si las leyes no funcionan bien, lo que hay que hacer es cambiarlas mediante el voto. Aunque no siempre coincido con él, sigo con interés los análisis que hace el periodista Pedro Vallín sobre el Estado liberal y la forma en que responde a los trolls que lo insultan a diario en Twitter. Pocas cosas enojan más a un bobo que señalarle lo evidente: que es bobo. Eso es lo que hace Vallín cuando cientos de bots de ultraderecha le llenan el timeline con insultos homófobos y lo acusan de trabajar para Sánchez, Díaz o cualquier otro miembro de ese supuesto Gobierno ilegítimo. Ahora ha recibido serias amenazas de muerte por bajar al barro –y, por lo tanto, luchar con las normas propias de El club de la lucha– y decirle a un troll que metiese su cabeza en el váter para “gozar” de una “DANA doméstica”. Acertadas o no, las suyas son solo palabras; las amenazas, delito.