Nunca me ha gustado de Masterchef ese aire marcial en el que los cocineros-jueces juegan un rato a ser el sargento pistolas y otro rato a ser tan solo Dios. Siempre me ha provocado rechazo. Como esas soflamas machistas y retrógradas, valga la redundancia, que parecen sacadas de una tele en blanco y negro en la que salía un aguilucho al terminar la emisión. Disfrazado de concurso de cocina, Masterchef siempre ha intentado cocinar, entre pucheros, una realidad social paralela con ingredientes caducos que ya huelen mal. Juegan a ese viejo tópico de que si sale en la tele, será normal. La última ha sido vapulear públicamente a una concursante que, muy educadamente, les explicó que no se sentía bien y necesitaba abandonar el concurso. “Me siento muy frustrada y no me apetece seguir en la misma dinámica en la que no estoy bien. Es más importante estar bien yo que decepcionaros a vosotros, con todo el cariño del mundo, lo lamento muchísimo”, fue su argumentación. A partir de ahí, reproches, insultos, mensajes de odio y hasta el intento de afear que le importe más su bienestar y el de su familia que lamer tres culos porque salen en televisión. Quiero pensar que sobreactuaron porque la tele engorda y te hace parecer más gilipollas pero, en cualquier caso, fue otra lección tóxica, otra gran lección de mierda.