Mes y medio después de reincorporarme a la plantilla de este periódico, en 2017, tuve un accidente de moto. Vaya retorno profesional. Aún no sé explicar cómo ocurrió, porque el vehículo apenas se movió de su sitio. Al seguro no le hizo mucha gracia, lo había firmado ese mismo día. A mi madre, que detesta las motos, le gustó aún menos. El húmero se partió, convirtiéndose en el quinto hueso que me he roto en mi vida. Llevo en el brazo más metal que Terminator. Por ver algo positivo, lo de la moto me dejó una cicatriz que me ha dado juego en conversaciones de alcoba en aquellas pocas ocasiones en las que alguna incauta se ha quedado a pasar la noche. Después de tres meses de baja, volví al trabajo. Y el primer día, al entrar por la puerta de la oficina, me falló el tobillo y caí por las escaleras. Esguince de grado tres. Me dio tanta vergüenza que no tuve valor de coger otra baja. ¡Había que verme llegando a las ruedas de prensa con muletas! Por lo menos, pude utilizar un latinismo sin parecer un pedante: in itinere. Como la gravedad es mi mayor enemiga, tampoco me extraña que, en la madrugada del sábado, me fuera al suelo en el tablado la Consti mientras bailaba la Comparsa de Gallos con la tamborrada en la que debutaba. Que todos los días un payaso triste te devuelva la mirada en el espejo tiene sus ventajas, no se crean. Casi nada puede hacerte daño. Sólo tú mismo.