Desde que se instauró la venta de décimos de lotería por terminales, ni el Sorteo de Navidad ni el del Niño tienen el impacto mediático de antes. Los medios y los responsables de Loterías y Apuestas del Estado cumplimos con nuestro papel y atosigamos a los responsables de las administraciones, estancos o demás establecimientos habilitados para la venta y, por tanto, susceptibles de dar un premio para que nos regalen la foto de portada con el preceptivo cava volando por los aires. Pero es que, demasiadas veces, el premio es una décima de la décima parte: es decir, un solo décimo del Gordo vendido por casualidad y eso, aunque supone una cantidad sustancial para la persona agraciada, en el cómputo total es mucho menos de lo que, por ejemplo, pueden dejar un bote de la Primitiva o el millón del Euromillones y a los que, si tocan, no se les da tanto vuelo. Por eso, porque nos faltan las millonadas que antes se repartían en un pequeño pueblo perdido de la sierra madrileña o en un barrio humilde de una gran ciudad, y que nos hacían soñar despiertos pensando en el y si fuera yo…, los sorteos extraordinarios ya no lo son tanto, aunque los periodistas nos empeñemos en que parezca lo contrario.