No me gusta el Día del Libro aunque entiendo su necesidad. Concibo las librerías como un refugio al que acudir cuando estás perdido y por eso me resulta tan extraño que se desvirtúe ese silencio que te acoge para que puedas por fin escucharte a ti mismo –aunque sea con la voz de otros autores– y me choca que el 23 de abril los libros, que con tanto mimo cogemos en las estanterías a veces para devolverlos en unos segundos, se vean desahuciados en la calle pasando de mano en mano entre gritos y empujones a plena luz del sol o con el viento despeinando sus páginas. Salvando las distancias, una librería me parece un santuario no muy diferente a una iglesia, donde vamos cuando ocurre algo malo (los jodidos funerales), cuando hay algo que celebrar (cada vez menos, porque las bodas se han trasladado a otros garitos) y hasta para hacer turismo. Hay quien en una ciudad desconocida no perdona pisar la catedral y hay quienes nos resistimos a abandonar esa ciudad sin encontrar una buena librería donde comprar un libro que nos recuerde un día quiénes éramos entonces. Las librerías son iglesias y tienen también algo de refugio de animales donde los libros son como esos gatos y perros abandonados que te ponen ojitos para que te los lleves, y cuando lo haces, no quieres separarte nunca de ellos. Benditos libros.
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