Brasil y Turquía miraban el viernes a un determinado punto del Océano Atlántico en el que la Marina latinoamericana se disponía a hundir un portaaviones propio, el Sao Paulo. La empresa que lo compró hace más de un año se lo llevaba para el desguace, pero la presión ecologista hizo que Turquía negara el permiso. El navío, casi en el Mediterráneo, tuvo que ser remolcado a Brasil. Toneladas de amianto y otros materiales tóxicos, tan habituales en otra época como mortales hoy, no tenían un rumbo. Meses después, la misma Marina que en el año 2001 compró a Francia el portaaviones de 1957 a precio de ganga (12 millones; casi 100 en arreglos para poco uso) empezó a llevárselo a alta mar para hundirlo. Cuentan que el comandante en jefe, Lula da Silva, ni ha respondido a los ruegos ecologistas contra el plan. Quizá no querría saber nada más del Sao Paulo, con el que en su anterior etapa como presidente quería llevar a centenares de invitados a un punto del Atlántico a ver dónde Brasil iba a extraer petróleo. Los motores fallaron. Hoy ya no los necesita: yace a 5.000 metros tras una explosión controlada a 350 kilómetros de la costa. La vida de lo que no necesitamos no termina cuando decidimos que ya es inútil. Hay que saber qué hacer después. Hasta con los buques insignias.