Hoy un compañero de redacción ha llamado a otro tontaina, no voy a entrar a valorar si merecidamente o no. Y me ha recordado una conversación de esas que teníamos cuando éramos jóvenes, del estilo de “¿por cuánto te comerías esa pera podrida?”. No me digan que no las han tenido, no me lo creería. Pues otra giraba en torno a los insultos y, curiosamente, coincidíamos en que llamar a alguien bobo con desprecio y cara de pensar que es bobo era de lo peor, más que insultarle con palabras más gruesas. Idiota también estaba en lo alto de pódium. En mi casa cuando se decía “esa o ese es idiota perdido” era porque nos encontrábamos ante ese tipo de persona que se cree que ni suda, que saluda a lo lejos para evitar mirarte a la cara. Un idiota en toda regla. Quien no conozca a un buen puñado que levante la mano. En las cenas de amigas solemos hacer un repaso a los idiotas de nuestra historia, y lo peor es que constatamos que quien era idiota a los 20 lo es más a los 50. Son como el vino, que van tomando cuerpo y se idiotizan cada año un poco más. Lo peor no son los idiotas de barrio, los que todas conocemos, sino los idiotas a nivel mundial. Son un peligro, porque se sienten sobre el bien y el mal y juegan a ser dios. Un pasatiempo del periódico podría consistir en buscar idiotas. Nos deprimiríamos.