Me llaman casi a medianoche mientras estoy trabajando y me dicen que han puesto en el grupo de Whatsapp que Manu ha muerto. Mi primera reacción es que es imposible, me sale el instinto de periodista y pido que lo contrasten. El último mensaje que me mandó es de ayer y hoy tenía un concierto con su grupo. Como si eso fuera garantía de nada. La espera se me hace demasiado larga y soy yo quien llamo. “Que sí”, dos palabras rodeadas de mil datos confirmados suenan al otro lado con detalles que soy incapaz de procesar. Teníamos la misma edad y desde críos era mi amigo. El mejor. Era también mi comparador de moreno de cada verano juntando brazos y siempre me ganaba por mucho. El primero que subía a casa a buscarme antes de que me diera tiempo incluso a bajar la bici del desván. El amigo precisamente con el que aprendí a andar en bici, a soltar una mano, a soltar las dos –yo después que él, siempre– a subir de tirón esa cuesta imposible. El compañero de mil aventuras que, tomando unas cañas juntos no hace mucho con otros amigos de infancia, allí donde pasábamos los veranos, salieron a flote entre carcajadas de complicidad junto a la frase “es que erais inseparables”. Entonces aquel “inseparables” hizo que nos brillaran los ojos. Hoy, ya solo a mí, lo hace el “erais”.